La usurpación de la capacidad reproductora de las mujeres: De “vasijas vacías”

a “vientres de alquiler”

 

The usurpation of the reproductive capacity of women: From "empty vessels"

 to "surrogate mothers"

 

 

 

 

 

Ana de Miguel Álvarez

 

ana.demiguel@urjc.es

 

Universidad Rey Juan Carlos - España

 

 

Recibido:   15-03-2023

Aceptado:  04-06-2023

 

 

 

Resumen

Un tema clave de la agenda feminista es la autonomía de las mujeres sobre su capacidad reproductora. El artículo explora: 1) el significado de que un varón no pueda ser padre sin la voluntad de una mujer; 2) la usurpación del control de dicha capacidad como la base sobre la que se ha conceptualizado como su opuesto: “hándicap”, “vulnerabilidad”; 3) el hecho de que el derecho al aborto siempre esté en posible retroceso. En relación con ello, el artículo muestra el interés neoliberal por regular la conversión de mujeres en vientres de alquiler como una nueva cara de la usurpación y desposesión de las mujeres de su capacidad única de gestar y dar continuidad a la comunidad humana. 

Palabras clave: autonomía, aborto, vientres de alquiler, gestación subrogada, feminismo, consentimiento.

 

Abstract

One of the key issues of feminist agenda is women's autonomy over their reproductive capacity. The article explores: 1) the significance of the fact that men cannot be a father without the will of a woman; 2) the usurpation of the control over this capacity as the basis to be conceptualized as its reverse: "handicap", “vulnerability”; 3) the fact that abortion is always in potential decline. In relation with this analysis, the article shows the neoliberal interest in regulating the conversion of women into surrogate wombs: a new face of the usurpation and dispossession of women of their unique capacity to gestate and give continuity to the human community. 

Keywords: autonomy, abortion, surrogate bellies, surrogacy, feminism, consent.

1. En el nombre del Padre

 

 

La prohibición del aborto es una forma de controlar la autonomía de las mujeres. Así lo han argumentado las autoras que han realizado una reflexión filosófica sobre el aborto  en relación con el derecho de las mujeres a dar sentido a su vida a través de un proyecto propio, derecho que caracteriza la condición humana (Busdygan, 2013; León, 2014; Guerra, Moscoso y López de la Vieja, 2015). Este texto trata de explicar por qué en el tema del aborto está implícita la profunda significación del sometimiento histórico y presente de las mujeres, cómo va mucho más allá de ser una forma de control y cómo está vinculado a la falta de reconocimiento de las mujeres como seres humanos plenos. Desde una nueva perspectiva se muestra cómo la prohibición del aborto está ligada a ocultar el reconocimiento de la no capacidad reproductora de los varones. Una capacidad -y más una capacidad como es la de reproducir a la humanidad- es una potencia que siempre enriquece a quien la posee, decida o no actualizarla. Y, sin embargo, el poder patriarcal   ha convertido a los varones en padres y patriarcas de genealogías, sagas y linajes –el patriarcado es originariamente el poder de los padres– y ha leído la capacidad reproductora de las mujeres como ¡una carga biológica y un hándicap social y político! Verdaderamente el patriarcado es el mundo al revés.

Una de las visiones patriarcales de la maternidad ha consistido en simultanear el discurso de la excelencia de la mujer como madre con el discurso de la inferioridad física de las mujeres por las consecuencias de su capacidad reproductora. Baste recordar los discursos que a lo largo del siglo diecinueve argumentaban la negación del derecho al voto a las mujeres por el “hándicap de la maternidad” (Mill, 1869). Y es que, efectivamente, a las mujeres se les ha robado el control sobre su capacidad reproductora, donde una capacidad que no se puede controlar deja de ser una capacidad para convertirse en una imposición. Pensemos qué sería la capacidad de pensar, de soñar, si no pudiéramos controlarlas, por no hablar de otras capacidades físicas. Cuando una capacidad pasa a ser destino, deja de ser capacidad para convertirse en una prisión.

El derecho al aborto equivale entonces al reconocimiento de la capacidad reproductora como tal capacidad, y al adiós al estatuto ontológico de cuerpo para las mujeres, de cuerpo entendido como mera “vasija vacía” u “objeto sexual”, equivale al reconocimiento de las mujeres como personas[1]. Persona es el ser a quien se reconoce y es reconocida como un fin en sí misma, nunca como un medio, Kant dixit. Y menos un medio para que otros se solacen o se reproduzcan a voluntad, como si el reino de los fines les perteneciera de suyo (Roldán, 1995). Ser persona es disponer de la capacidad de ir tejiendo, dentro de unos límites colectivos pactados con los iguales, un proyecto de vida. Por eso, cuando se cuestiona el derecho de las mujeres a decidir sobre su capacidad reproductora, y se la apropian terceros, lo que se está cuestionando es su consideración misma como personas.

 

2. El hedor de los orígenes, la lucha por la genealogía

 

 

En el tema del aborto resulta pertinente recordar la distinción entre el poder como potencia, en que se actúa en función de las capacidades que se tienen, del poder como dominio, en que se dispone de capacidades que tienen otras y otros. Poder que aquí simbolizamos en el momento originario en que los varones se convierten en padres y patriarcas que deciden en función de las capacidades que no tienen, y se apropian de las capacidades y cuerpos de los otros; en este caso de las otras, de las mujeres y sus capacidades reproductoras.

El tema del aborto encierra una fuerte carga genealógica que hay que tapar –pudenda origo, el hedor de los orígenes del que habla Nietzsche– y conduce a reveladoras reflexiones de calado filosófico sobre el pasado y el presente, sobre la autoconciencia de la humanidad, sobre la constitución de los patriarcas, los pater familias y las polis, lo político en las brillantes argumentaciones que ya han realizado autoras como Gerda Lerner, Nicole Laroux, Ana Iriarte y María Xosé Agra entre otras.  En este texto vamos a procurar unir el tema de los orígenes, en que los hombres se hacen padres negando o relativizando el peso de las mujeres en la gestación legítima, con un tema tan actual como el de la lucha de grupos de presión por la apertura y regulación estatal de un mercado de “vientres de alquiler”, mercado en el que, tarde o temprano, las mujeres volverían a sus orígenes de meros receptáculos, vasijas y hornos donde se cuecen a fuego lento los hijos que no son, que por obra de una nueva cláusula en el contrato sexual no van a ser suyos (Miyares 2020; Balaguer, 2017; Nuño, 2016).

En la actualidad estamos asistiendo a una fuerte demanda de regulación de la llamada “gestación subrogada” o “vientres de alquiler”, donde la denominación es ya toda una declaración política. ¿Qué es la maternidad sustitutoria, qué implica? Implica el fin de la máxima “madre es la que pare” y la renuncia por parte de las mujeres “vientres de alquiler” al derecho fundamental de la filiación. Es decir, las madres contratadas a tal efecto firman un contrato en que consta que el feto que van a gestar durante nueve meses no les pertenece, porque no es suyo. Es de otras personas que mediante un contrato firmado pasan a obtener el derecho legal a generar hijos genéticos en úteros alquilados de mujeres vivas. Esta nueva situación es, sin duda, una nueva fuente de inspiración para reflexionar sobre el tema del aborto. Las madres subrogadas firman no tener derecho al aborto, puesto que ni el embrión ni el feto son “suyos” (Trejo Pulido, 2023; Salazar 2018).

Esta situación nos remite a la búsqueda de una paternidad en que las madres, sencillamente, “no existen”. Así se expresa: “Este niño no tiene madre”, pero no es que se haya muerto, es que no la tiene. La demanda de bebés así gestados es tanto por parte de personas heterosexuales como homosexuales. En línea con nuestra argumentación sobre el poder de los padres nos centraremos en la perspectiva de los varones, individuales o en pareja, que quieren ser padres y lo reclaman como un derecho. Esta relativa novedad “biológica” otorga un nuevo y crucial valor al hecho relevante de que los varones no pueden ser padres sin el concurso y la mediación de unas mujeres que alquilan su capacidad de gestar (antes llamadas “madres”).

Desde esta perspectiva, si le concedemos la importancia ontológica, epistemológica y política que tiene, todo el entramado simbólico del patriarcado se nos aparece como una tela de araña, una tinta de calamar que oculta la impotencia, la necesidad y el deseo de los hombres de ser padres. De hacerse con la genealogía, de traer la vida humana al mundo. Y hacerlo sin que la naturaleza les ponga límites, es decir, sin que las mujeres les pongan límites. No en vano lo que aprendemos de Dios es que es Padre cuando se levantan los ojos al cielo y así se repite cada día: “Padre nuestro que estás en los cielos”.

En este sentido, también podemos interpretar que la prohibición del aborto es una consecuencia más –hoy especialmente sangrante– de la apropiación por parte de los varones de la capacidad de engendrar vida legítima entendida esta como genética. Este es el punto en que convergen los inicios del patriarcado con la reformulación actual en términos de “vientres de alquiler”: ¿Quiénes son las mujeres para decidir sobre una vida que ellas no han engendrado, por mucho que la lleven dentro? Para este propósito expositivo tenemos que relatar, en primer lugar, la transferencia filosófica y legal de la maternidad a la paternidad. Frente a la idea de que la mujer es “madre” por excelencia, en las sociedades patriarcales la figura de la madre está tan alabada como elidida y ninguneada. El patriarcado –no es ninguna afirmación original– es el mecanismo por el que los padres se hacen a sí mismos padres, sin tener que depender de la autonomía de las mujeres para este crucial fin.

Los varones, si dejamos de lado la mística de la paternidad y aceptamos el dicho fenomenológico de “ir a las cosas mismas”, se nos aparecen ante una luz nueva: como seres con una carencia crucial, y que no pueden ser padres sin que una mujer así lo decida. Esta carencia tal vez ha pasado desapercibida por una maniobra de traslación de tal carencia a la obligación de las mujeres de ser madres. La centralidad y el abuso del discurso de la mujer como madre, como en el cuento “La carta robada” de Edgar Allan Poe, ha despistado de este hecho central sobre el que reposa el patriarcado: los hombres no han tolerado que la potencia reproductora esté tan desigualmente repartida.

De una u otra forma el poder patriarcal siempre han conseguido alienar, en sentido marxista, poner a su servicio y el de sus intereses de género, la potencia o capacidad reproductora de las mujeres. Alienar esta potencia por el recurso a haberla convertido en acto aún sin la voluntad de ellas mismas –esto es realmente la prohibición del aborto– y de querer convertirla en la actualidad en objeto de mercancía, de comercio. La soberanía de los varones sobre ellos mismos ha pasado por la soberanía sobre las capacidades de las mujeres y por convertir sus cuerpos o el de una parte de las mujeres en cuerpos de libre acceso mediante pago (Pateman, 1988). Soberanía que, vamos a relatar a continuación, han ejercido cuando ha llegado el caso sin piedad ni miramientos. El poder de los padres es un poder severo y que dificilmente acepta los límites.

 

 

3. El intercambio de mujeres como origen de la civilización (ni más ni menos)

 

 

Las mujeres, de una u otra forma, siempre han sido intercambiadas o mercantilizadas de una forma específica. Este sentido específico reside, en parte, en su condición de “objetos transaccionales”, objetos de intercambio en los pactos entre varones. En este apartado veremos que incluso se ha considerado el intercambio de mujeres como la puerta a la civilización.

La teoría de Claude Lévi- Strauss acerca de los orígenes de las civilizaciones o el paso de la naturaleza a la sociedad es un magnífico ejemplo de ello. Para este influyente antropólogo el intercambio de mujeres entre distintas poblaciones supone el principio de las reglas sociales que rigen la exogamia y el parentesco y que pone fin al natural derecho sexual de los padres sobre las hijas. El tabú del incesto es crucial en este paso a la cultura porque impone una restricción a cambio de crear una situación más ventajosa: la posibilidad de que todos los hombres puedan acceder a todas las demás mujeres. Las mujeres constituyen un valor esencial para el grupo, fundamentalmente por el tema de la reproducción. De ahí que sea este el que determine que la relación matrimonial sea un asunto social y no individual. La prohibición del incesto inicia la organización social de las relaciones sexuales, pero su regulación final dependerá del grupo y la cultura.

Los sistemas de parentesco cumplen la función de regular el intercambio de mujeres y mantener la continuidad del grupo. El intercambio de mujeres entre grupos familiares se puede realizar de distintas formas. Puede ser una reciprocidad inmediata; dos hombres intercambian a sus hermanas y sus hijos varones vuelven a hacer lo mismo. Puede ser una reciprocidad diferida o aplazada, y en este caso un hombre casa a su hermana con otro a cambio recibir una de las hijas de ese matrimonio para casar a su hijo. Y, también, de acuerdo con la “reciprocidad generalizada” se establece una cadena de intercambios sucesivos de hermanas. En este sentido, por ejemplo, la poligamia no contradice la exigencia de reparto equitativo de mujeres, sino que constituye la superposición de una regla de reparto social –un hombre varias mujeres– sobre otra, la de la prohibición del incesto.

Es posible aceptar que la función de la prohibición del incesto es favorecer la exogamia, el intercambio entre los grupos sociales. Pero, ¿por qué no problematizar el hecho de que el objeto de transacción sea “mujeres” sin voz ni voto?

 

“A partir del momento en que me prohíbo el uso de una mujer, que así queda disponible para otro hombre, hay, en alguna parte, un hombre que renuncia a una mujer que por este hecho se hace disponible para mí. El contenido de la prohibición no se agota en el hecho de la prohibición; esta se instaura solo para garantizar y fundar, en forma directa o indirecta, inmediata o mediata, un intercambio” (Lévi- Strauss, 1985: 90).

 

Es el hombre “el que se prohíbe” el uso de una mujer. Las mujeres no son sujeto de ninguna decisión. El núcleo duro de este pensamiento reside en que al señor antropólogo Lévi-Strauss ni se le pasa por la cabeza que las mujeres pudieran levantar la mano para decir algo al respecto de su “uso” por parte de los varones de la tribu. Eso sí, las mujeres son “el bien más preciado”. Viene al caso señalar que Lévi-Strauss no consideraba el estatus de objeto transaccional de las mujeres como algo injusto, propio de un pasado lejano y remoto, sino que actuó en consecuencia con su visión del valor de las mujeres –como bienes públicos– en su vida pública y ciudadana[2].

Con este nuevo marco de referencia en la cabeza, volvemos a leer uno de los textos emblemáticos de Las estructuras elementales del parentesco. Escribe Lévi-Strauss y ponemos en cursivas algunas de sus frases:

 

“[El papel del intercambio] en la sociedad primitiva es esencial, puesto que abarca al mismo tiempo ciertos objetos materiales, valores sociales y también a las mujeres; pero mientras que en relación a las mercaderías fue perdiendo importancia en provecho de otros modos de adquisición, por lo contrario, en lo que respecta a las mujeres, conservó su función fundamental: …porque estas constituyen el bien por excelencia (1985, 102,103)[3]”.

 

La creencia de que las mujeres forman parte de los bienes de los que un colectivo puede y debe disponer está tan arraigada que las ciencias sociales no solo no la han cuestionado, sino que la han asumido con una naturalidad indigna de “hombres” de ciencia, que se toman tan en serio a sí mismos y sus investigaciones, y lo que están es alimentados por los prejuicios patriarcales.

 

 

4. Aristóteles, las vasijas vacías y el derecho paterno. La crítica de Engels

 

 

Las mujeres, una vez establecida la civilización por los “padres”, transitan del estatuto de “bien más preciado” a “vasijas”. Aunque también es verdad que, a pesar de su recurrente conceptualización como objetos, tampoco se les ha negado la pertenencia al reino animal. Desde la Antigüedad escrita, las mujeres también han sido conceptualizadas como cuerpos sin mucha cabeza; a veces ni eso, como trozos de cuerpos. Cuerpos al servicio del placer sexual de los varones, pero sobre todo cuerpos al servicio de la reproducción de la especie. En esta última función, ni siquiera se les ha asignado un papel relevante. Como de alguna forma planteara Platón (González, 2015) y teorizara Aristóteles, las mujeres son –somos, vaya por Dios– como vasijas vacías, materia inerte en que el semen creador insufla la forma y el alma humana (Femenías, 1996; Puleo 2017). En realidad, los varones se autodefinieron como el principio activo de la reproducción y se autoadjudicaron la patria potestad o derechos legales sobre los hijos. Esta es la razón de que cuando los hombres no querían reconocer a un hijo este era un hijo “natural”, es decir, no “cultural”; también se le consideraba un “hijo ilegítimo”, es decir que no estaba legitimado para nacer por su padre. Y por eso, también, en tantos lugares del mundo llevamos en primer lugar el apellido de nuestros padres, tema sobre el que volveremos, porque de alguna manera parece que nuestras madres no pudieron salir del todo del estatus de vasija u otro objeto de alfarería.

Un filósofo materialista y marxista como es Friedrich Engels asoció lo que denominó “la derrota histórica del sexo femenino” al surgimiento histórico de la propiedad privada de los medios de producción. Según el relato de Engels, de acuerdo con algunos trabajos antropológicos de la época, en el origen era el comunismo primitivo, en el que la división sexual del trabajo no implicaba diferencia alguna de estatus entre hombres y mujeres. Esta idílica situación finalizó con la aparición de la propiedad privada. Los varones experimentaron la necesidad de perpetuar su herencia, eso sí, con hijos legítimos, es decir suyos, y para ello observaron que el mejor método era someter sexualmente a las mujeres a través del matrimonio monogámico (para ellas) (Engels, 1976). El sometimiento de las mujeres tiene pues como objetivo que los hombres puedan ser padres. Que una mujer pueda ser recluida o inducida a no tener relaciones sexuales más que con un solo hombre que verá así garantizado su derecho de paternidad.

Para Engels tal sometimiento se logró a costa de su segregación del proceso de producción y su confinamiento en la esfera privada-doméstica; la dependencia material generaría con el tiempo la dependencia “espiritual” y la sumisión completa a los hombres. Esta causa, este deseo originario quedará totalmente enmascarado en el discurso de la naturaleza diferente y complementaria de los sexos, discurso que sostiene que las mujeres, por naturaleza, solo quieren ser madres y esposas (Mill, 1869). Del  breve e influyente relato marxista sobre los orígenes del sometimiento de las mujeres se desprenden dos importantes consecuencias. En primer lugar, en consonancia con las tesis del materialismo histórico, se destierra cualquier tipo de argumentación biológica o naturalista –una supuesta debilidad física, la capacidad reproductora como minusvalía– para explicar una desigualdad social. Pero también queda automáticamente borrado el tema del deseo de los hombres de ser “padres biológicos”, vale decir “auténticos” o legítimos, al leer este deseo en términos del deseo capitalista de transmitir la propiedad. El origen de la desigualdad sexual, como el de cualquier otro tipo de desigualdad es económico.

                  

5. Simone de Beauvouir:  dar valor a la vida frente a reproducir a la especie

 

 

El hilo argumental de este trabajo muestra diferentes enfoques filosóficos y situaciones sociales que prueban cómo para la sociedad patriarcal es consustancial apropiarse de la capacidad reproductora legítima, la que genera genealogía, y despreciar y devaluar la capacidad carnal de reproducir. Lo que Amelia Valcárcel ha denominado la insignificancia femenina y la importancia masculina: la ontología sobre la que reposa y se edifica el resto del edificio patriarcal (Valcárcel, 2019).

Vale la pena recordar cómo establecía la filósofa existencialista Simone de Beauvoir la profunda diferencia entre el valor de la vida de los miembros del primer sexo frente al segundo sexo. La pregunta sobre las raíces del patriarcado que formulara Beauvoir es especialmente pertinente para el tema que nos ocupa. La pregunta es ¿por qué la humanidad ha concedido más valor a la acción de acabar con la vida que a la acción de dar vida? ¿Al sexo-género que mata, es decir al guerrero, al cazador, que al sexo-género que da y cuida de la vida, a saber, las mujeres? La respuesta incluye una reflexión desde la dialéctica amo-esclavo de Hegel sobre qué es lo que realmente humaniza al ser humano en bruto. El guerrero es quien pone en riesgo su vida por algún fin que trasciende el mero hecho biológico de la vida. Sea para cazar, defender o conquistar, el hombre que arriesga su vida es capaz de darle un valor y un significado trascendente. Sin embargo, la madre biológica no pone ningún valor en juego, reproduce la vida de forma ciega, casi diríamos siguiendo el mandato de la naturaleza. Queda por tanto presa de la naturaleza, de la inmanencia, incapaz de dar el salto a lo cultural. La madre vive en la inmanencia y por eso será sometida por los guerreros que viven en la trascendencia (Beauvoir, 1987). 

 

 

6. Salomón no era sabio: la mujer no tiene palabra, menos como madre

 

 

Unos de los últimos trabajos de Celia Amorós lleva por título Salomón no era sabio (Amorós, 2014). Esta filósofa, con su habitual carga de profundidad, ha revisitado la relevancia de la genealogía en la fundamentación y reproducción del poder patriarcal. Poder que, no hay que olvidar, es un poder que transmiten los padres a los hijos y que aceptan los hermanos entre sí. En el origen es el poder de los padres, no el poder de lo hermanos.

El texto rastrea y reevalúa la relación simbólica entre la sabiduría patriarcal, el poder engendrador de la palabra masculina y la irrelevancia de la palabra y el cuerpo femenino. ¿Qué nos enseña exactamente el mito del sabio Salomón? Recordemos el contexto de la historia. Dos mujeres, probablemente dos prostitutas, han tenido sendos bebés, pero uno de ellos ha muerto y las dos pretenden como suyo al hijo que sobrevive. Ellas gritan y porfían y son llevadas ante el hombre sabio. Salomón dictamina que ante la falta de pruebas se parta al niño por la mitad y se dé una parte a cada una de las que reclaman su maternidad. Al momento, una de las mujeres confiesa que ella no es la madre y pide que se lo den, entero, a la otra. Esto le permite a Salomón hacer su dictamen: la madre auténtica es la que reniega de serlo y pone en primer lugar preservar la vida en bruto del bebé. Esta decisión es la que prueba al mismo tiempo que Salomón, un varón, es el paradigma del juicio sabio y que la palabra de las mujeres no tiene valor en sí misma[4]. Ha de ser interpretada. Es la palabra del hombre quien hace madre a la madre. La teología cristiana lo rubricará con sus mitos de encarnación de la vida como logos en la carne mediadora, material, de las mujeres: “Hágase en mí según tu palabra” (Lucas, 1: 26-38), “Y el verbo se hizo carne” (Juan, 1:14).

Que la palabra de las mujeres ha de ser interpetada es algo que no nos toma por sorpresa. Por ejemplo, en el tema de las violaciones y el consentimiento contamos con una larga bibliografía. Pero que lo sea de forma originaria y fundamental cuando pretenden ser madres, por más que lo supiéramos, adquiere una nueva y reveladora enseñanza en los tiempos de los úteros de alquiler o “gestación subrogada”.

En Salomón no era sabio esta genial filósofa también plantea el abismo simbólico entre lo que hace buena a la madre y lo que hace bueno al padre. La buena madre es la que con tal de que viva el hijo acepta renegar de su propia maternidad, acepta su insignificancia ontológica frente al recién nacido[5]. Frente a esta situación abundan los ejemplos de que buen padre es, realmente, el que es buen patriota, buen ciudadano, buen individuo, buen “algo” distinto a ser padre. Y por tanto no se cuestiona que sea mal padre el que es capaz de matar a su propio hijo en función de un fin más elevado. Así lo hemos aprendido en la Biblia: el pasaje en que Abraham, el patriarca, se dispone a matar a su hijo varón nos apena por él, porque sabemos que quiere a su hijo, pero no se nos induce en ningún momento a pensar o sentir que es “un mal padre”, mucho menos un asesino. Pero no solo en la religión, ni mucho menos. En la mitología española, por ejemplo, aprendimos de pequeñas el valor, la heroicidad, la épica de los padres de la patria. En libros de aprendizaje como Cien figuras españolas encontramos al menos dos padres que aceptan sacrificar la vida de sus hijos frente al chantaje de los enemigos (Onieva, 1962). Así Guzmán el Bueno, quien no dudó en tirar el cuchillo a los pérfidos enemigos que le ofrecían salvar la vida de su hijo a cambio de rendir el castillo y así el general Moscardó en el frente de la guerra civil española, que tampoco dudó en elegir su deber: dejar morir al hijo y tratar de salvar la defensa del Alcázar de Toledo. Amorós, filósofa, nos invita a pensar cómo serían las cosas si una madre española hubiera elegido la muerte para su hijo para salvaguardar un valor mayor, como la defensa de la patria. Resulta totalmente extravagante imaginarlo. Que una madre se inmole por sus hijos vale, de acuerdo. Pero que una madre deje matar a su hijo en nombre de un bien superior, ¿cuál podría ser ése?

La lección ejemplar es que a nadie se le ocurre que Guzmán el Bueno fuera un mal padre por el hecho de animar a que mataran a su hijo. Simplemente le admiramos porque fue capaz de situar otro valor, un valor colectivo, por encima de la vida de su hijo. Pero la lección ejemplar es más profunda si volvemos al caso del aborto. Una mujer es una “asesina” si elige acabar con un embrión que lleva dentro de su ser aunque lo haga en función de un valor superior, como podría ser dar una vida mejor a los hijos que ya tiene. O no morir ella misma. O su proyecto de vida. Pues menuda egoísta y asesina. Increíble, pero cierto: la lógica patriarcal del mundo al revés. El que mata a su hijo, héroe; la que elimina un embrión, asesina[6].

 

 

7. La marca simbólica, el apellido del padre

 

 

La prioridad biológica/ontológica/simbólica/legal de la paternidad sobre la maternidad no es un tema del pasado. Es interesante afrontar el tema del orden de los apellidos que reciben los recién llegados a nuestro mundo. Las mujeres españolas, frente a las de países como los anglosajones y nórdicos, no pierden sus apellidos al contraer matrimonio. Los descendientes hijos llevan dos apellidos, el de la madre y el del padre. Desde 1999, si hay acuerdo entre las partes, hijas e hijos ya pueden llevar en primer lugar el apellido de su madre. Sin embargo, muy pocas mujeres toman la decisión de hacerlo. Merece la pena detenerse a reflexionar por qué.

Por mucho que la sociedad tienda a idealizar la maternidad y sostener que “los hijos son de las madres”, la realidad es que durante siglos los hijos fueron legalmente de los padres, la patria potestad era suya. Filósofos y científicos se unieron para ningunear la aportación de las madres a su concepción y nacimiento.

En España la reforma de la ley aprobada en 1999 cambió este orden patriarcal coactivo, pero no del todo: los hijos podrían llevar el apellido de la madre si el padre otorgaba el consentimiento. Esta nueva ley dejaba en evidencia el orden patriarcal, dejaba claro quién mandaba, pero abría las puertas a la negociación y al comportamiento magnánimo del padre. Finalmente, una ley de Registro Civil de 2010 reconoce que en una sociedad formalmente igualitaria madre y padre tienen que sentarse a negociar[7]. Y ¿en caso de que la madre y el padre no lleguen a un acuerdo? Nótese que bien podría acordarse que, puesto que la madre es la que ha gestado al bebé, pase a prevalecer su apellido en caso de conflicto. Pero esto sería tanto como trastocar de origen la genealogía patriarcal. El acuerdo al que se ha llegado es el de que decida el orden alfabético o incluso el funcionario del registro. Increíble, pero cierto.

Lo que nos interesa resaltar, una vez más, es cómo funciona el patriarcado basado en el  consentimiento (de Miguel, 2015). Las españolas tienen derecho a que su apellido vaya el primero. Y, sin embargo, apenas se hace uso de este “derecho”. La mayoría de los bebés que nacen continúan llevando en primer lugar el apellido del padre. ¿No resulta un tanto extraño? ¿Es que las mujeres no desean que sus hijos lleven su apellido en primer lugar? ¿No les agrada que sus hijos lleven el apellido por el que se reconocen y al que están apegadas desde la infancia? Parece que no. Es decir, quieren tener ese hijo, le esperan nueve meses, cambian sus hábitos de vida, pueden dejar de beber o de fumar, de hacer deporte, de comer determinados alimentos. Si trabajan en la empresa privada, lamentablemente, se enfrentan a un despido. Todo es poco por el futuro ser; pero esperan, no les gusta, no desean que sus hijos lleven su apellido primero. El patriarcado del consentimiento determina sus palabras: “De verdad que a mí no me importa”, “Lo que importa es que nazca sano”. ¿En qué cabeza cabe que tengas que elegir entre que tu hijo nazca sano o que lleve tu apellido primero? Además, no se trata de olvidar la genealogía paterna, solo de cuestionar la genealogía patriarcal, de colocar su apellido en el segundo lugar.

El caso del apellido nos parece emblemático para mostrar cómo funciona el patriarcado del consentimiento. Las mujeres no solo van a mantener que no les importa que su apellido vaya segundo, tienen que sostener que eso de los apellidos es una bobada. No tiene ninguna importancia. Y, algo crucial, van a añadir que es su libre decisión. Que al padre, en realidad, igual le da, pero que ella lo prefiere así. Es muy importante que no sea el hombre quien se vea obligado a imponer la “ley del padre”: “Va a llevar mi apellido y punto, cariño”. Esto no se puede hacer explícito. La coacción tiene que asumirse de forma implícita, sin órdenes de ningún tipo. “Hágase en mí según tu deseo” el eterno núcleo de la servidumbre voluntaria, pero sin que suene a orden.

 

 

8. Los almacenes de embriones congelados y el aborto: algunos interrogantes

 

 

Tal y como señalábamos al principio, las nuevas tecnologías reproductivas nos sitúan ante situaciones que parecen provenir de la ciencia ficción pero que ya son una realidad y una posibilidad cada día más utilizada[8]. Una de estas nuevas situaciones es la posibilidad de congelar embriones (óvulos fecundados) durante un tiempo indefinido en contenedores. En un solo contenedor se pueden almacenar miles y miles de embriones. Es decir, de nasciturus, de niñas y niños en potencia. Su tamaño es microscópico.

Los institutos de fertilidad, clínicas privadas de reproducción asistida, ofrecen información en sus webs de forma clara y concisa, como es el caso de El blog de la fertilidad[9]. Este blog resuelve con un tono jovial y alentador las dudas de las personas que han congelado sus embriones. En la entrada a la que hacemos referencia se da cuenta de que existe un gran desconocimiento sobre cómo viven realmente los embriones congelados. Y se procede a aclararlo. “Algunos se imaginan paredes enteras llenas de armarios con una especie de miniliteras, otros creen que están en habitaciones parecidas a neveras enormes, otros dentro de cápsulas como las de medicinas colocadas en paneles de celdillas como las abejas.” Y continua: “Pero lo cierto es que son microscópicos y ocupan muy poco sitio. ¡En uno de los contenedores que os enseño en el video hay espacio para diez mil embriones!”.

Lo que nos interesa resaltar es que tiene toda la razón, desconocemos casi todo sobre las nuevas técnicas de reproducción asistida y otros avances casi de ciencia ficción de la medicina. Pero lo que más nos interesa es las cifras de la posibilidad de congelar miles de embriones en un espacio realmente reducido. Una primera cuestión: ¿y si falla el mecanismo de congelación de un solo contenedor?, ¿se van a producir diez mil abortos de golpe? Y, si así fuera, ¿de quién es la responsabilidad moral?, ¿a quién van a juzgar, tal vez meter en la cárcel? ¿A la especialista? ¿A quiénes dejaron la carga genética? ¿A quién puso el ovario o el espermatozoide? ¿Y si eran donantes anónimos? ¿Van a la cárcel los varones corresponsables de los embarazos voluntariamente interrumpidos por mujeres en países en que está prohibido el aborto?

Pero vamos a formular algún interrogante más sobre el porvenir de estos miles de embriones congelados en un solo contenedor. ¿Cuánto tiempo duran estos embriones como posibilidad real de una vida individual, como vida individual en potencia? Es decir, esta realidad biológica y ontológica que para severas y severos legisladores y activistas antiabortistas es ya un niño, ¿es ya un embrión con derechos inherentes según algunas Constituciones? Pues parece ser que el tiempo de duración de ese ser individual es ilimitado. “Seguramente no hay límite de tiempo para la vida en estado de embrión congelado. Precisamente en el año 2006 presentamos en el Congreso de la Sociedad Española de Fertilidad el record publicado a este respecto, dentro de nuestro Programa de Adopción de Embriones: nació un niño que llevaba trece años y medio congelado. Tiene dos hermanos biológicos pero él nació en otra familia y nunca los conocerá”[10].

Estos embriones parece que no plantean mayores problemas morales ni legales. Es decir, en muchos países una mujer puede todavía ir a la cárcel por eliminar un embrión que se ha gestado en su interior, pero los laboratorios, las empresas pueden tener congelados miles, decenas de embriones que están en el limbo del congelador. ¿Y eso de tener miles de vidas en potencia qué es? Podemos preguntarnos si tal vez no crea problemas morales porque no es una decisión que tome una mujer, una madre. ¿O deberíamos decir una vasija, un contenedor biológico? ¿Alguien está vigilando que nadie elimine esos embriones? ¿O es que esas vidas potenciales individuales en potencia son de segunda? ¿O es que las empresas, las compañías, la ciencia, la técnica y el mercado disfrutan de un estatuto especial respecto de las contenedoras o vasijas humanas?

Desde nuestro punto de vista, esta realidad muestra que lo que de verdad molesta no es que haya embriones abandonados y en claro riesgo de colapso sino el que una mujer pueda tomar una decisión respecto de un embrión que lleva dentro y que se ha formado con un varón por medio. Aquí parece residir el quid del asunto. Si el engendrador ha dejado dentro un gameto, ¿quién es la vasija para tomar decisiones? También puede resonar aquí el tema de “pues no haberlo hecho”, el del control de la sexualidad, pero creo que es mucho más profundo el tema de no tolerar que el hombre sea desposeído del poder del padre. Que él no quiera ni conocer al hijo engendrado o no lo reconozca no está en contradicción con lo anterior, al contrario. Sus decisiones, sean cuales sean, revelan su soberanía.

 

 

9. El aborto, los embriones congelados y los vientres de alquiler

 

 

Hay países en que el aborto, el derecho al aborto, es una realidad cotidiana. En estos países el patriarcado ya no coacciona la vida de las mujeres a través de las leyes. Al contrario, las leyes apoyan la igualdad, con poco o cero presupuesto, pero son leyes más o menos igualitarias. En esas sociedades el patriarcado se está redefiniendo como un sistema basado en el libre consentimiento y las libres elecciones de las mujeres. Es el sistema que hemos caracterizado en el libro Neoliberalismo sexual como “el mito de la libre elección” (de Miguel, 2015). Y, resumidamente, sintetizamos aquí: el poder ya no se inscribe en las leyes sino que ha de inscribirse en los propios cuerpos, que se erigen en nuevos protagonistas y hasta portavoces de las mujeres, así lo mismo se habla de “cuerpos que importan” o de trozos de cuerpos que se manifiestan: “mi coño, mis normas”. Cualquier crítica dirigida al sistema estructural que determina en buena medida las elecciones se cuestiona como “paternalismo feminista” del peor cuño. En nombre de la nueva libertad de las mujeres se teoriza la libertad para vivir de sus cuerpos. Ahora que ya eres libre, ya puedes vivir de tu cuerpo. A través, por ejemplo, de la prostitución y los vientres de alquiler. El eslogan “mi cuerpo es mío” se ha traducido como una bienvenida a la mercantilización absouta del cuerpo de las mujeres. El mercado neoliberal lo expresa con claridad: tu cuerpo es tuyo, lo aprobamos, es tu mercancía; tráela, que la vamos a poner a circular. Y a extraer una buena plusvalia, tanto simbólica como material. Todo bien fundamentado en la “libre elección”.

Las mujeres ya no somos naturaleza, pero se nos invita a vivir de nuestra naturaleza. Y cuando conseguimos, tras siglos de lucha feminsita, salir de lo biológico con el derecho de autonomía sobre nuestra capacidad reproductora, observamos con estupor cómo la reconfiguración de los pactos patriarcales, en connivencia con el neoliberalismo, reconvierten lo biológico en carne de mercado como parte nuclear de la gran liberación de la mujer. En otro giro inesperado, el enfoque queer, lo biológico carece de significado humano, no hay nada “prediscursivo” en el cuerpo humano, pero precio si parece que tiene.

Un problema adicional a este planteamiento neoliberal y que no plantea límites al mercado reside en que una parte del feminismo y de la izquierda parece que no encuentra contradicciones en que se haya pasado de “Mi cuerpo es mío” a tu cuerpo es una mercancía bajo tu “libre consentimiento”. O, como dice la filósofa Amelia Valcárcel, en el lema que parece sintetizar el afán de mujeres y hombres defensores de todas las regulaciones comerciales: “Mi cuerpo es mío y el tuyo también”.

Un eslogan que circula por la red afirma que “Mi cuerpo es mío, sí al aborto, sí a la prostitución, sí a los vientres de alquiler”. Explorar el tema de la prostitución desborda los límites de este trabajo, pero dejaremos apuntada una cuestión. Efectivamente, estos tres temas están unidos por varios hilos pero hay que subrayar que el aborto no implica la mercantilización de cuerpo de las mujeres. Mezclar el derecho al aborto con la mercantilización del cuerpo de las mujeres carece de lógica. La analogía sería real si desde el derecho al aborto se reclamara que cada mujer pudiera mercantilizar su embrión o su feto para su uso comercial en cremas, medicinas, investigación o lo que fuera. A saber, mi cuerpo es mío, mi embrión es mío; luego lo quiero vender, luego quién te has creído que eres para cuestionar mi libre decisión, luego el Estado ha de regular la venta de restos de abortos. Para evitar malas prácticas, claro.

Otro problema inesperado reside en que grupos que nunca antes habían encontrado interés en acceder a los cuerpos de las mujeres ya lo tienen: están interesados en su capacidad reproductora. Desde este ángulo de visión podemos comprender mejor el giro que está dando el pacto patriarcal en sociedades formalmente igualitarias y en que el aborto lleva mucho tiempo siendo legal. El hecho de que las mujeres pueden controlar su maternidad y por tanto asignarle “valor”, convertirla en un valor humano y valioso, está provocando un auténtico giro al tema de la paternidad. Los varones comienzan a ser conscientes de que si una mujer no quiere, un hombre no puede ser padre. Justamente es éste, en su sencillez, el resultado de que las mujeres recuperen su capacidad reproductora. El patriarcado, el poder originario de los padres, cada día que pasa resulta más obvio, tiene que responder y lo hace restaurando un nuevo pacto o, como ya señalara Carole Pateman, introduciendo esta cláusula en el contrato sexual: los vientres de alquiler (Pateman, 1988).

 

 

10. Conclusiones

 

 

El patriarcado basado en el consentimiento o libre elección de las mujeres se está redefiniendo como un lugar en que los hombres quieren tener el derecho de ser padres sin mujeres. En la nueva práctica de la gestación subrogada los hijos nacen sin madre legal. Al viejo lamento de la copla española que entona con amargura “mi niño no tiene padre” se opone una nueva y orgullosa afirmación: “mi niño no tiene madre”. Es solo mío. Al final se cierra el arcaico círculo que subyace al también arcaico orden patriarcal y se borra de nuevo a las mujeres en versión siglo XXI.

En la gestación subrogada la madre ha dejado directamente de existir. La ontología no es la biología. La teoría queer así lo defiende: lo biológico es una construcción social: los hijos pueden nacer sin madres. El patriarcado más rancio –los hijos son de los padres– se da la mano con el más posmoderno –nuestros hijos no tienen madre, hemos pagado por su gestación. Por otro lado, decenas de miles de embriones permanecen congelados en el limbo del mercado sin crear mayores problemas morales o legales a quienes persiguen sin piedad a las mujeres que abortan; el aborto realizado por una humilde mujer, y digo humilde porque es una realidad frecuente, se concibe como un asesinato. El derecho al aborto entra en retroceso hasta en paises en que parecía consolidado. Y la cárcel puede estar esperando a las mujeres que, tal vez muertas de miedo, tal vez poniendo en riesgo su vida, han desafiado la sacrosanta Ley del Padre, la ley que sostiene “los hijos son nuestros, nosotros decidimos”.

 

 

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[1] No por casualidad, en la actualidad proliferan los discursos que vuelven a hablar de las mujeres como “cuerpos”, tanto en filosofía como en la política y el activismo, como si esto fuera algo moderno y transgresor.

[2] Hay una anécdota reveladora que ilumina la decidida voluntad de tantos intelectuales y científicos de que este estado de cosas, que tantos privilegios les ha aportado, no cambiara un ápice. La reveladora anécdota: Lévi-Strauss era miembro de la Academia Francesa cuando en 1981 se promovió la candidatura de una mujer, la escritora Marguerite Yourcenar. Fue la primera mujer que entró en la Academia, pero lo hizo con la enardecida oposición de Lévi-Strauss que para dar un tinte antropológico a la cosa esgrimió una contundente razón: “No se cambian las reglas de la tribu”. En palabras de uno de sus biógrafos, “el conservadurismo de su posición está de acuerdo con sus convicciones en materia de ecología y patrimonio”. Aunque el señor biógrafo no nos aclara si considera a las mujeres del reino de la naturaleza (ecología) o de los objetos (patrimonio), parece que es lo primero: “Una institución como la Academia Francesa debe ser preservada en igual medida y por las mismas razones que una especie rara. Sus responsables no tienen derecho a tocarla. La menor modificación la pone en peligro” (Bertholet, 2005: 385). Bien puede pensarse que lo que se ponía en peligro no era la Academia sino los privilegios masculinos, privilegios de los que tanto disfrutó en vida el señor Lévi-Strauss: el número de los cargos y honores que aceptó por todo el mundo dan para más de un folio. La frase bien podría haber sido: “No se cambian las reglas de la tribu”, firmado, “Uno de los bien pagados asesores de la tribu”.

[3] El subrayado es nuestro.

[4] La obra de referencia de Miranda Fricker sobre injusticia epistémica que sufre la palabra de las mujeres (2007).

[5] En lenguaje más popular, la buena madre es la que antepone el valor de la vida del hijo a su propio proyecto de vida, si es que lo tiene. Porque en el condensado simbólico de la definición de lo que es una mujer el intento es que no se distinga mujer de madre. Entonces, dificilmente va a tener una mujer otro proyecto de vida distinto al de ser madre. Para las mujeres no puede haber dilemas ni proyectos ni jardines con senderos que se bifurcan. No hay elección más allá de asentir al predominio ontológico de los seres en potencia frente a ella, de la que realmente habría que preguntarse si llega a la categoría de “ser en acto”. La prohibición del aborto no deja de cuestionar su “ser en acto”.

[6] El asunto no es baladí. Nuestros niños se forman en La guerra de las galaxias, donde una de las frases más célebres y repetidas es “Soy tu padre” –la madre murió en el parto– y en la trilogía El Señor de los Anillos, donde cada personaje se presenta como hijo de su padre y las madres han, literalmente, desaparecido. El padre es el engendrador. No hace falta ni echar mano del mito de la covada.

[7] “Una reforma legal termina con la prevalencia del apellido del padre”. Disponible en: http://elpais.com/diario/2010/11/04/sociedad/1288825204_850215.html [15/03/2023].

[8] Para una visión amplia y reciente de los profundos cambios en la conceptualización y nuevos contextos de la maternidad véase el libro editado por la profesora de la Universidad de Columbia Yasmine Ergas et al (2017).

[9] Véase: https://www.elblogdelafertilidad.com/embriones-congelados-%C2%BFcomo-viven/ 15/02/2023].

[10] Véase: https://www.elblogdelafertilidad.com/embriones-congelados-%C2%BFcomo-viven/ [15/02/2023].