Igualdad y diferencia: un debate paradigmático

en la teoría feminista contemporánea

 

Equality and difference: a paradigmatic debate in contemporary feminist theory

 

 

 

 

María Luisa Posada Kubissa

posadaluisa@gmail.com

Universidad Complutense de Madrid – España

ORCID: https://orcid.org/0000-0002-0553-0815

 

 

 

 

Resumen

Este trabajo propone reconstruir el debate entre los paradigmas de igualdad y diferencia que se dio en la teoría feminista contemporánea. Antes que las tensiones y las disensiones concretas, aborda los mimbres teóricos en lo que ambas posiciones se tejieron. Tras una breve incursión en la genealogía feminista para situar cronológicamente este desencuentro, se revisan los presupuestos principales del denominado feminismo de la diferencia. En un segundo momento se diseñan las tesis principales del paradigma de la igualdad en el feminismo, para finalmente señalar alguna de las consecuencias del discurso de la diferencia y concluir que todavía es precisa una agenda en la que el soporte reivindicativo pasa hoy por la idea-fuerza de igualdad.

Palabras clave: genealogía feminista, paradigmático, igualdad, diferencia, falogocentrismo, equipotencia.

 

 

Abstract

This work proposes to reconstruct the debate between the paradigms of equality and difference that occurred in contemporary feminist theory. Before the concrete tensions and dissensions, it addresses the theoretical threads in which both positions were woven. After a brief foray into feminist genealogy to chronologically place this disagreement, the main assumptions of the so-called feminism of difference are reviewed. In a second moment, the main theses of the paradigm of equality in feminism are designed, to finally point out some of the consequences of the discourse of difference and conclude that an agenda is still necessary in which the support for demands today still passes through the idea -force of equality.

Keywords: feminist genealogy, paradigmatic, equality, difference, phallogocentrism, equipotence.


 

1. Para Introducción genealógica

 

 

En el tránsito de un siglo a otro, del siglo XX al actual, se han abierto tantas corrientes feministas que hay quien quiere hablar de feminismos en lugar de feminismo. No es mi caso: yo sigo creyendo que el feminismo es uno y que se define como la lucha por erradicar el patriarcado sin más, como lo decía tajantemente Kate Millett. Es cierto que hoy asistimos a una diversidad de corrientes dentro del feminismo. Y hablamos del feminismo negro, el ecofeminismo, el feminismo lesbiano, el feminismo postcolonial y descolonial, o el feminismo que se auto-proclama como transfeminismo, entre otros.

Todas estas corrientes “no caen de un guindo”, si se me permite la expresión: tienen un pasado detrás que es importante conocer. Por eso, y aunque suene a copla conocida, quiero refrescar de entrada muy brevemente el recorrido histórico y teórico del feminismo, que constituye, a la vez, la propia historia del feminismo. Porque, si no, olvidamos de dónde venimos, y la memoria y la genealogía feministas son imprescindibles para saber dónde estamos y hacia dónde queremos ir.

Hay que empezar por recordar que el feminismo apareció como crítica a las insuficiencias de la Ilustración del siglo XVIII que, a la hora de reclamar la igualdad, obvió reclamarla también para las mujeres. En la historia del feminismo - y con ello de la historia de la teoría que lo ha acompañado- las mujeres como sujetos políticos han protagonizado lo que hoy clasificamos como las tres olas del feminismo. Brevemente, la primera ola es el feminismo ilustrado, que comienza ya con la modernidad del siglo XVII y se extiende hasta finales del XVIII. La segunda ola se inicia en 1848 con la Declaración de Seneca Falls y cubre casi cien años: es el feminismo sufragista en el marco de una política más amplia de reivindicación de derechos. Y la tercera ola la situamos en los años 60 y 70 del siglo XX, con el neofeminismo y el feminismo radical, cuando las feministas entendieron que, aunque se había conseguido el derecho al voto, a la educación y a algunas profesiones, la exclusión patriarcal de las mujeres persistía en lo privado y en lo público.

Si atendemos a esta periodización cronológica, vemos que el feminismo hunde sus raíces en la Ilustración y en lo que fue el inicio de la modernidad. Y se consolida con figuras como el filósofo Poulain de la Barre y su disertación Sobre la igualdad de los dos sexos de 1673 (que se puede considerar el primer texto feminista que reclama la igualdad de las mujeres) y, ya a finales del siglo XVIII, con textos emblemáticos como la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana, de Olympe de Gouges (concretamente, apareció en 1791 en Francia), y la conocida Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft (en 1792 en Gran Bretaña). Estas y otras publicaciones dan buena cuenta de hasta qué punto el movimiento de las mujeres por la igualdad en esos momentos, en la modernidad del siglo XVIII, está dejando de ser un gesto individual, casi una gesta solitaria, para configurarse como una auténtica conciencia colectiva. También el feminismo decimonónico, y en particular, el conocidísimo episodio de las sufragistas, se sitúan en el feminismo moderno. El contexto histórico decimonónico está marcado por las reivindicaciones de igualdad social en varios frentes: el siglo XIX es el siglo de los movimientos en pro de la abolición de la esclavitud, del ciclo de las revoluciones liberales y es el siglo en el que aparece la mayor reclamación de igualdad política y económica de la historia, como es el Manifiesto Comunista de Marx y Engels de 1848. Precisamente en ese mismo año, 1848, se promulga la Declaración de Séneca Falls que reclama el voto político para las mujeres y que por ello mismo puede considerarse el acta fundacional del sufragismo.

Me interesa entrar ya en lo que consideramos el feminismo contemporáneo, y ahora tendremos que detenernos a hacer una reflexión: la reflexión es que, cuando entrado ya el siglo XX, se va conquistando el voto femenino -en unos países antes que en otros- la tarea feminista se transforma, porque había ido unida a la conquista del voto femenino durante casi cien años. Si bien nunca dejará de tener un carácter reivindicativo, el feminismo pasará a ocuparse más detenidamente del trabajo teórico, del trabajo consistente en elaborar una nueva comprensión de la realidad desde sus propios parámetros de análisis. En esta tercera ola de los años sesenta y setenta encontramos las más brillantes aportaciones y teorizaciones desde el feminismo, todas ellas herederas de la grandísima Simone de Beauvoir y de su famosísimo ensayo sobre El segundo sexo (1949). Figuras emblemáticas de esta tercera ola serán Betty Friedan, con su estudio sobre La mística de la feminidad (de 1963), Shulamith Firestone y su ensayo sobre La dialéctica del sexo que publica en 1970, o la decisiva obra de Kate Millett, también en 1970, titulada Política sexual.

Hay que mencionar también entre los años setenta y ochenta los intentos por conciliar teóricamente el feminismo y el socialismo. Y en esta línea están los trabajos de feministas socialistas y marxistas como, por nombrar solo algunas, Sheyla Rowbotham, Roberta Hamilton y Zillah Eisentein, entre otras.

Cuando nos situamos ya simbólicamente en el año 1975 -declarado Año Internacional de la Mujer por la O.N.U y año de la primera conferencia internacional sobre la Mujer en México-, podemos decir que de entonces a aquí viene a delimitarse lo que es el momento actual del feminismo, un momento en el que las tendencias feministas se diversifican y se fragmentan tanto como las propias variables socio-políticas con las que el feminismo interactúa. Esto quiere decir, en otras palabras, que hablar de feminismo a partir de finales de los años 70 y principios de los 80 será hablar de “raza”, de etnicidad, de grupos de mujeres negras, chicanas y emigradas en general, de orientaciones sexuales, etc. Y todas todo ello compone una red de variables, que son variables de opresión y que lógicamente diversifican los intereses de las mujeres, según cuál sea su relación con cada una de ellas.

En un espectro tan diversificados habrá dos tendencias de la teoría feminista que difieren globalmente entre sí, no en una u otra variable, sino en su comprensión total de qué sea el feminismo. Me refiero al debate entre el llamado “feminismo de la igualdad” y el denominado “feminismo de la diferencia”. Para resumirlo a grandes rasgos, podría decirse que este debate contemporáneo giró en torno al concepto de “género”, acuñado por el feminismo contemporáneo: por un lado, el feminismo de la diferencia reclamó esta división genérica de la humanidad, lo masculino y lo femenino, y reclamó que era algo no meramente construido por la cultura patriarcal y que, por lo mismo, la diferencia femenina era algo que hay que preservar. Por su parte, en el polo opuesto, el feminismo de la igualdad de raíz ilustrada abogó por la superación de los géneros en una comprensión unitaria de lo humano y, por lo mismo, en una sociedad no patriarcal, pero de individuos, no de géneros. De modo que ese choque de paradigmas entre igualdad y diferencia en la teoría feminista – que se produce aproximadamente desde mediados de los 80 y que alcanza su punto álgido entre los 80 y 90 del siglo pasado- creo que puede ser mejor comprendido si se lee a la luz de un debate intra-feminista de o sobre el género. Un debate que, pese a sus duros enfrentamientos, seguía siento un debate intra-feminista en el que ambas posiciones entendían a las mujeres como sujeto incuestionable del feminismo- aunque el feminismo de la diferencia habló preferentemente de la Mujer-.

Probablemente nadie como Nancy Fraser ha resumido las claves esenciales de cada una de estas dos posiciones:

 

Este debate se prolongó durante varios años, tanto en el plano cultural como en el político, pero nunca se dirimió definitiva […]. Ninguno de los dos bandos, por lo tanto, sostenía una posi­ción plenamente defendible, pero cada uno disponía de una idea importante. La de las igualitaristas era que no podía explicarse adecuadamente el sexismo si se pasaba por alto la marginación social de las mujeres y su porción desigual de recursos; por lo tanto, que ninguna concepción convincente de la equidad de género podía omitir los objetivos de la igual participación y la distribución justa. La idea descubrimiento de las feministas de la diferencia era que no podía explicarse adecuadamente el sexismo si se pasaba por alto el problema del androcentrismo en la construcción de los parámetros valorativos culturales; por lo tanto, que ninguna concepción convincente de la equidad de género podía omitir la necesi­dad de superar tal androcentrismo” (Fraser, 1997: 234-235).

 

El paradigma de la diferencia y el paradigma de la igualdad en la teoría feminista contemporánea suscitaron una disensión que dio lugar a tensos debates y posicionamientos. Pero, más allá de entrar en esas disensiones concretas, parece más conveniente detenernos a considerar cuáles eran los principales supuestos de cada uno de los extremos en debate, de modo tal que, como esperamos, se iluminen a partir de ahí los mimbres teóricos esenciales con los que se tejió esta disensión de paradigmas en la teoría feminista contemporánea.

 

 

2. De la diferencia y la igualdad: dos paradigmas en pugna en el feminismo contemporáneo

 

 

2.1. Diferencia

 

En su libro Ideas feministas de América Latina Francesca Gargallo (2004)​ critica el discurso que pretende obviar la diferencia y colabora así a la dominación occidental y sexual impuesta desde le platonismo y su vertiente cristiana. Pero la tesis de revalorizar la diferencia en el pensamiento feminista viene ya de lejos y se abre paso, en particular, a finales de los años setenta y principios de los ochenta del siglo pasado.

En esos momentos una parte importante del movimiento feminista va a rechazar su supeditación a los partidos o las organizaciones sociales reivindicativas de la llamada New Left (Nueva izquierda), que se había reunido en los años sesenta y setenta en torno a la común oposición a la Guerra de Vietnam. Y este feminismo norteamericano, que se nutre de los análisis del neofeminismo radical, reclama la autonomía del movimiento feminista, entendiendo que este es una posición radical y autosuficiente que no necesita de otros apellidos ideológicos para legitimarse -esto es, que no necesita ser feminismo liberal, feminismo marxista, feminismo socialista, etc.-, sino que se legitima por sí mismo.

 Este creciente discurso de la autonomía del feminismo va a conducir a posiciones que comienzan a proclamar la autonomía, no ya del movimiento feminista, sino de la existencia femenina misma que se reclama como un modo de pensar y de actuar, de ser en fin, esencialmente diferente del modo de pensar y de actuar masculino. Y esta tendencia configurará lo que conocemos como “feminismo cultural” norteamericano, que propugna una cultura y una política propias y específicas para las mujeres. Hay que advertir de entrada, contra los equívocos a los que pueda llevar el término “cultural” en su acepción castellana, que no se trata aquí de entender lo femenino como culturalmente construido, sino que el sentido de este feminismo cultural es justamente contrario a esta tesis constructivista: de lo que se trata es de apelar a una cultura propia y específica de las mujeres.

 Las posiciones de este feminismo cultural se plasman de manera muy pregnante en los años ochenta en discursos teóricos que defienden incluso la existencia de valores morales propios de las mujeres y distintos de los valores masculinos. Carol Gilligan (1985), por ejemplo, argumenta que hay un desarrollo moral femenino diferenciado y, por lo mismo, una ética específicamente femenina. El ensayo de Gilligan – inserto en la polémica sobre los estadios evolutivos del desarrollo moral abierta por los estudios del psicólogo Kohlberg – proponer, a partir de un estudio empírico con niños y con niñas, la existencia de un desarrollo moral femenino hecho de unos valores, que se inscriben en lo que configuraría la ética de los cuidados frente a una ética masculina de la justicias. Y las tesis de este feminismo cultural vendrá a tener su traducción en Europa en las posiciones del llamado feminismo de la diferencia, aunque a pesar de los fermentos indudables del feminismo cultural en el feminismo de la diferencia ambas posiciones no pueden asimilarse sin más: el feminismo cultural será más político y estará menos embarcado en el rechazo de la igualdad.

El pensamiento feminista que reivindicaba la diferencia acusó al feminismo existente de patriarcalismo por reclamar la equiparación de derechos entre hombres y mujeres, entendiendo que en esa reclamación se tomaba lo masculino como norma. La pensadora fundacional de estas posiciones en Europa será Luce Irigaray, filósofa y psicoanalista, que se va a volver a lo que están haciendo en su contexto los filósofos franceses de su momento, que un tanto arbitrariamente solemos agrupar como filósofos de la postmodernidad.

A grandes rasgos, esa postmodernidad quiere desmontar los parámetros que marcaron la modernidad, deconstruir lo que Lyotard -padre de la postmodernidad-denominó los “grandes relatos” de la cultura en los que esta se ha contado a sí misma. Y entre estos grandes relatos estaría también la igualdad, como seña de la modernidad ilustrada. Y esto afecta también a la reivindicación moderna de la igualdad entre los sexos.

Un germen teórico de la diferencia sexual estará en el proyecto de investigación en el que, bajo el nombre de “Psicoanálisis y Política”, se reunirán mujeres intelectuales y universitarias, como Antoinette Fouque, Annie Leclerc, Hélene Cixous y, sobre todo, Luce Irigaray. Expresado grosso modo, estas pensadoras, y en particular Irigaray, se propusieron sustituir la política de la igualdad feminista por una política de la identidad femenina. Para ello, Irigaray va a retomar la noción de diferencia de los filósofos franceses de su momento, para quienes lo diferente es “lo otro”, lo “no-idéntico”, pero no lo inferior, y desde esta concepción puede ser revalorizado. Irigaray entiende que lo femenino ha sido siempre en la tradición lo diferente, lo otro, lo no idéntico del discurso de la razón masculina dominante: del discurso logo-falo-céntrico.

Irigaray “vuelve a los supuestos psicoanalíticos lacanianos a la hora de explorar los caminos para elaborar un discurso no patriarcal sobre la diferencia femenina”. Y se puede decir que “En ese discurso la morfología femenina del sexo adquiere ahora, como lugar de identidad femenina, el papel protagonista. Esta óptica pansexualizadora pasa por oponer al orden simbólico predominante lo específicamente femenino, reducido ahora a su específica morfología sexual” (Posada Kubissa, 2006: 191). Por su diferencia, lo femenino ha sido excluido del orden simbólico, del pensamiento y el lenguaje. Pero Irigaray va a plantear que, aunque lo femenino ha sido excluido, no ha podido ser anulado y ha pervivido en los márgenes del orden simbólico imperante. Se propone recoger de ahí la diferencia femenina como piedra angular de un orden simbólico distinto y específicamente femenino. La propia Irigaray resume la idea central de este nuevo feminismo de la diferencia:

 

“Lo natural es por lo menos dos: masculino y femenino. Todas las especulaciones sobre la superación de lo natural en lo universal olvidan que la naturaleza no es una [...]. Así, también para estas dos partes del género humano, que son el hombre y la mujer. Sólo abusivamente son reducidas a uno. La razón muestra, en esta reducción, su impotencia o su inmadurez [...]. El género humano, pues, no habría alcanzado la edad de la razón” (Irigaray, 1994: 57-58).

 

  Los supuestos teóricos de la posición de la diferencia sexual los resume principalmente el pensamiento de Irigaray y, aunque son varios, podemos sintetizarlos básicamente en tres: en primer lugar, que la naturaleza humana es dos, masculina y femenina, con lo que no cabe hablar de algo así como lo genéricamente humano. En segundo lugar, que, si la naturaleza humana es dos, dos deben ser el orden simbólico y cultural para dar cuenta de la sociedad al completo. En este sentido, Irigaray hablará de “la nación” de las mujeres y de escribir los derechos y los deberes separados para cada sexo. Y un tercer supuesto será que ese orden dual no es algo culturalmente construido, pero tampoco se reduce al dimorfismo biológico de la especie: se trata de algo así como el orden mismo de las cosas.

El pensamiento de la diferencia sexual tuvo repercusión en España, y también en América Latina, donde sigue siendo una de sus máximas exponentes la filósofa argentina María José Binetti. Pero donde realmente impactó desde un principio fue en Italia, donde la Librería de Mujeres de Milán y la filósofa Luisa Muraro constituyeron las referencias fundacionales de esta corriente (Posada Kubissa, 2005: 289-317).

En la suerte de autobiografía colectiva que es el título de la Librería de Mujeres de Milán No creas tener derechos (1991), publicado originalmente en 1987, las autoras fechan como primer documento de la diferencia sexual el Manifiesto programático del grupo DEMAU (grupo de Desmitificación del Autoritarismo Patriarcal) del 1 de diciembre de 1966. Aquí encuentran las mujeres italianas de la diferencia un clarísimo antecedente de su pensamiento, toda vez que en ese documento se declara en su punto tercero que “La que se da entre el hombre y la mujer es la diferencia básica de la humanidad” (Librería de Mujeres de Milán, 1991: 30-31).

Con este y otros antecedentes -entre ellos en particular el libro de Carla Lonzi Escupamos sobre Hegel (1981) aparecido en 1970- el pensamiento de la diferencia sexual se consolidó en Italia y ya a finales de los años 70 empezó por discrepar del resto del movimiento feminista italiano en la cuestión del aborto. Mientras el movimiento feminista italiano reclamaba masivamente una ley de aborto libre y gratuito, las feministas de la diferencia se pronunciaron partidarias simplemente de despenalizarlo, pero no de hacer una ley. Porque a su juicio reclamar una ley suponía seguir dentro de la alienación, ya que todas las leyes son masculinas y no contemplan la diferencia femenina. Más adelante, y por las mismas razones, rechazarán la propuesta de ley, por la vía de iniciativa popular, para atajar la violencia sexual, ya que, como manifestaron, les resultaba “inquietante”, como nos dicen literalmente, que a algunas mujeres hubiese podido ocurrírseles abordar el sufrimiento de su propio sexo convirtiéndolo en materia de ley. En definitiva, las pensadoras fundacionales de la diferencia en Italia van a defender que el principio más elemental de la política de las mujeres no es otro que “el rechazo de la representación política”. Porque, afirmarán “cualquier forma de representación, aunque sea asumida por mujeres, reduce nuevamente a las mujeres al silencio y a la inexistencia social” (Librería de Mujeres de Milán, 1991: 143).

La teórica de este planteamiento de la diferencia en Italia será la filósofa Luisa Muraro, en particular desde la publicación del libro de 1991 El orden simbólico de la madre (1994). Comienza su obra haciendo una sumaria revisión de pensadores de la tradición filosófica, como Platón, Descartes o Husserl, buscando un lugar desde el que arrancar su propio pensamiento. Pero inmediatamente desecha que ninguno de estos discursos le pueda servir a sus propósitos, porque en todos ellos encuentra una ausencia decisiva que resume diciendo: “De pronto advierto que el inicio buscado está antes mis ojos: es el saber amar a la madre” (Muraro, 1994: 13). A partir de este “saber amar a la madre” y del reconocimiento de su autoridad, Muraro piensa que las mujeres estaremos en disposición de independizarnos del orden simbólico masculino y de reconocer la imperiosa necesidad de un orden simbólico propio.

Ese orden simbólico propio se crea a partir de las relaciones entre mujeres, de ese “affidamento” del que hablan las italianas de la diferencia. Se trata de una relación entre dos mujeres, una mayor y otra más joven, en la que la joven reconoce la autoridad de la mayor como su “madre simbólica” O, en palabras de las propias mujeres de La Librería de Milán (1991: 159):

 

“La relación de affidamento es esta alianza donde ser vieja se entiende como el conocimiento que se adquiere con la experiencia de la exclusión y ser joven, como la posesión de las aspiraciones intactas, donde una y otra entran en comunicación para potenciarse en su enfrentamiento con el mundo”

 

Esta relación de affidamento traduce a la vida adulta el reconocimiento de la autoridad de la madre, un reconocimiento sin el cual, concluye Muraro tajantemente,se produce el desorden más grande que pone en duda la posibilidad misma de la libertad femenina” (Muraro, 1994: 92). Y a partir de ahí, promueve con otras pensadoras de la diferencia un manifiesto en el año 1996, en el que se declara que el feminismo, el suyo, ya no se tiene que ocupar de luchar contra el patriarcado, pues este ha muerto en la mente de las mujeres que así lo han querido. Concretamente este manifiesto declara en sus primeros párrafos: “El patriarcado ha terminado, ya no tiene crédito femenino y ha terminado. Ha durado tanto como su capacidad de significar algo para la mente femenina. Ahora que la ha perdido, nos damos cuenta de que, sin ella, no puede durar” (Librería de Mujeres de Milán, 1996). Estas tesis han llevado a la filósofa Celia Amorós en su crítica al feminismo de la diferencia a entender que este desactiva la carga reivindicativa del feminismo (2006).

El pensamiento de la diferencia sexual tuvo varias críticas importantes, además de la de Amorós, como la de Nancy Fraser (2015, publicado originalmente en 1989), la de la alemana Alexandra Busch (1989) e incluso, desde una orientación más postmoderna, la de Teresa de Lauretis (1995). Por razones de espacio no cabe detallar aquí todas esas críticas, a las que remitimos con las referencias. Pero parece de suyo dejar constancia de que ha sido sobre todo la italiana Lidia Cirillo (2002) quien ha dedicado un ensayo completo a confrontar este pensamiento. El título de Cirillo, publicado originalmente dos años después del de Muraro, en 1993, ya es de por sí bastante expresivo: frente al orden simbólico de la madre el título de Cirillo declara Mejor huéfanas (2002). Y como aclara el subtítulo se trata de apostar Por una crítica feminista al pensamiento de la diferencia.

Resumiendo, la crítica de Cirillo, que es una pensadora feminista marxista, acusa al pensamiento de la diferencia de ser heredero de la más pura raíz liberal del feminismo. Sus argumentos son que el feminismo de la diferencia no se mueve en el plano de los derechos de las trabajadoras, con lo cual carece de mediación ideológica. Pero tampoco se interesa por dotar al feminismo de un movimiento fuerte y organizado, con lo cual carece de mediación política. Pero, concluye Cirillo, sin esas mediaciones -sin la mediación ideológica y la mediación política- este feminismo olvida a la mujer material y concreta, y sus materiales y concretas condiciones de vida, en favor de un orden simbólico femenino del que, como declara en su título y argumenta en su contenido, más nos vale prescindir. Cirillo sintetiza sus críticas a la diferencia escribiendo:

“Toda alternativa posible ha de basarse en una reducción de las diferencias en las condiciones de vida, que pueden ser completamente distinta en ciertos aspectos y muy parecidas en otros, ya que las condiciones mínimas de bienestar son iguales para todos y para todas: una casa, dos comidas, derecho a la salud y a la instrucción y algunas otras cosas elementales respecto a las cuales la mayor parte de los individuos de la especie son aún muy desiguales” (Cirillo, 2002: 108-109).

 

2.2. Igualdad

 

La reclamación de la igualdad entre los sexos hunde sus raíces en la consigna ilustrada de igualdad. Tiene su antecedente directo en el filósofo cartesiano Poulain de la Barre con su disertación Sobre la igualdad de los dos sexos de 1673 y se encarna en figuras emblemáticas de finales del XVIII como son Olympe de Gouges y Mary Wollstonecraft. A partir de ahí se inaugura una genealogía feminista que, incluso antes de la aparición del término “feminismo”, recorrerá más de tres siglos con sus respectivas olas. Se trata de una intra-historia de la reivindicación feminista de igualdad, que se erige como reivindicación nuclear hasta su enfrentamiento con el paradigma de la diferencia del que ya hemos hablado aquí.

El paradigma de la igualdad en el feminismo –al que hay que decir que fueron las pensadoras de la diferencia las que lo nombraron así, pues a ninguna feminista hasta entonces se le hubiera ocurrido apellidarse de la igualdad, por resultar algo redundante- tiene hoy representantes tan destacadas, como por ejemplo las filósofas Celia Amorós y Amelia Valcárcel en España, o la antropóloga mexicana Marcela Lagarde, entre otras.

Por situarnos, podemos afirmar que “en el paradigma de la igualdad prima un discurso que tiende a minimizar las diferencias de género, en tanto que en el paradigma opuesto se defiende, sin embargo, que la diferencia de género es la diferencia humana esencial y que todas las mujeres comparten una misma identidad en tanto que mujeres” (Posada Kubissa, 2015: 10).

El feminismo de la igualdad parte de la tesis de que hoy sigue siendo posible y necesario hacer extensiva esta consigna ilustrada a las mujeres. Funciona, además de como reivindicación política, como categoría de análisis. Esta categoría enfatiza lo que los sexos tienen en común en tanto que humanos y se propone desvelar de qué manera las diferencias de género son construcciones de una razón interesada por patriarcal. Como lo ha expresado gráficamente Amelia Valcárcel (1991: 124) “El colectivo de las mujeres ha soportado y soporta el peso de una identidad que se resuelve en figuras finitas, estereotipadas e inaceptables. Ha de alcanzar la igualdad que viene a decir equipotencia, esto es, reconocimiento mutuo de la individualidad”.

También la filósofa Celia Amorós ha querido definir qué es eso de la igualdad y diferenciarlo de su uso espurio como identidad:

 

Si le hacemos justicia al concepto de igualdad en su raíz histórica en la Ilustración, este uso no es tan estipulativo: tiene un fundamento histórico. Utilizaremos el concepto de igualdad, en este sentido ilustrado, en el que igualdad no es para nada sinónimo de identidad. Hablamos de identidad cuando nos referimos a un conjunto de términos indiscernibles que comparten una predicación común. Entonces, cuando se dice que `todos los indígenas son perezosos´, o que `todas las mujeres son emotivas´, o cosas similares, estamos afirmando que todos los sujetos subsumidos en esa predicación son idénticos y, por tanto, indiscernibles bajo es predicación común. Sin embargo, cuando hablamos de igualdad, nos referimos a una relación de homologación bajo un mismo parámetro que determina un mismo rango, una misma equiparación de sujetos que son perfectamente discernibles” (Amorós, 2005: 287).

 

Como ya lo apuntábamos antes, en el año 1996 varia autoras de la diferencia italiana publicaron una suerte de manifiesto que titularon “El final del patriarcado. Ha ocurrido y no por casualidad” (Librería de Mujeres de Milán, 1996). Y a esta “defunción” voluntarista del patriarcado – y a la consecuencia de desentenderse de la lucha contra el mismo- responde inmediatamente Amorós ese mismo año, poniendo de manifiesto que estas pensadoras confunden de manera no inocua la igualdad con la identidad. Y, sobre todo, critica que hablan de una libertad femenina que sería una libertad estoica: se trata de una suerte de libertad interior que, como el esclavo estoico, se reduce a la autopercepción de sí como libre a pesar de seguir atado materialmente a sus cadenas (Amorós, 1996).

Desde la perspectiva del feminismo de la igualdad, hablar de la diferencia femenina o de “la Mujer” recae en viejos esencialismos al modo de la tradición androcéntrica y patriarcal de pensamiento. Desde un sano nominalismo, se trata de hablar y pensar a las mujeres materiales y concretas, más allá de adscripciones a esencias femeninas. Porque tales adscripciones desactivan la carga reivindicativa del feminismo y nos dejan a las mujeres como única posibilidad “el reencuentro con nuestra identidad/diferencia femenina”. Desde el planteamiento de la diferencia solo nos queda “Ahondar en ella y cultivarla para instituirla en piedra angular sobre la que pivotará, en expresión de Luce Irigaray, la `nación de las mujeres´” (Amorós, 2005: 373).

Pero para las feministas que han defendido la igualdad como idea-guía está claro que tal idea remite a un concepto que no es un hecho, como lo es la diferencia, sino que se mueve en el plano del deber-ser. Así, cuando la filósofa Amelia Valcárcel se pregunta en Del miedo a la igualdad si “¿es la igualdad una idea moral o una idea política?”, su respuesta es inmediata: “si bien la moral cuenta con ideas nucleares más abundantes, todas ellas remiten al fundamento de la igualdad en el que consiste la trama misma del ser moral” (Valcárcel, 1993: 15). Y desde ahí el feminismo tiene una doble tarea, que se hace inviable con la reclamación de la diferencia femenina: la de recuperación de la memoria feminista y el fortalecimiento de su tradición genealógica, por un lado; y la de ser crítica y desactivación del patriarcado, lo que es tanto como decir que el feminismo tiene que seguir siendo un proyecto positivo ético-político de emancipación.

A partir de la reclamación ilustrada de igualdad para las mujeres esta idea-fuerza ha servido de horizonte regulativo hasta nuestros días y ha movido muchas conciencias femeninas en la reivindicación de sus derechos. Pero, como lo sostiene de nuevo la filósofa Celia Amorós, esta idea ha sufrido de un tiempo a esta parte usos espurios con el objetivo de deslegitimarla:

“La idea de igualdad en el ámbito del llamado postmodernismo es, como ha dicho Amelia Valcárcel, una idea obscenizada. Obs-scenizado – o, en nuestro caso, obscenizada-, es, como lo ha señalado Teresa de Lauretis, aquello que queda fuera de escena. Una manera expeditiva de obscenizar la idea de igualdad consiste en utilizarla como sinónima de ` identidad´” (Amorós, 2005: 303).

 

El discurso de la igualdad para las mujeres tiene su mirada puesta en el trato jurídico igualitario de los seres humanos, pero no se agota ahí, ya que la igualdad jurídica es condición necesaria, pero no suficiente, para hablar de una igualdad completa. Para poder implementarla hacen falta medidas efectivas y políticas públicas que la traduzcan en todos los órdenes de la vida y, por lo mismo, implica la igualdad de oportunidades, la justicia social y los derechos humanos. Sin estos elementos la igualdad, y en este caso la igualdad entre los sexos estaría vacía de contenido. El feminismo de la igualdad ha alcanzado por estas vías éxitos notables en sus reivindicaciones, como es, sin ir más lejos, por ejemplo, el derecho al voto femenino, peleado por el sufragismo en la denominada segunda ola del feminismo occidental.

El feminismo de la igualdad no niega lógicamente que de hecho hay diferencias entre los sexos. Pero aduce que biología no es destino y que, por lo mismo, han de ser superadas aquellas diferencias que generan subordinación o perpetúan la desigualdad femenina. En otras palabras, el reconocimiento de las diferencias no ha de conllevar una aceptación acrítica de las mismas: sólo serán legítimas aquellas diferencias que no obstaculicen la igualdad. Los estereotipos de género, que siempre resultan ser desfavorables para las mujeres, exigen acciones afirmativas que vengan a compensar la influencia social que hace de las diferencias caldo de cultivo para la desigualdad. Se trata de reducir la brecha laboral, de fomentar las cuotas de participación y las posibilidades de ascenso profesional para las mujeres como medidas que, como ya hemos indicado antes, han de formar parte de las políticas de igualdad.

Por supuesto, el feminismo de la igualdad denuncia cómo el lenguaje reproduce la desigualdad. Así el uso del masculino, pretendiendo subsumir en este genérico a las mujeres, produce una sobre-representación cognitiva de los hombres y no una supuesta referencia neutral. La renuencia a utilizar formas alternativas de lenguaje, como la de nombrar siempre en masculino y femenino traduce, por otro lado, la resistencia a remover las relaciones de desigualdad que de hecho se dan. Y el lenguaje de las producciones culturales también participa de esa diferenciación que se traduce en desigualdad. La mayoría de las producciones audiovisuales o literarias muestran a mujeres definidas por una esencia orientada a las labores propias del cuidado, incluso en aquellas producciones en las que se supone que una mujer es la protagonista por su papel profesional destacado. Y así cabría aducir muchos más ejemplos de las producciones culturales que hoy todavía hacen de la representación femenina un caso claro de la representación de una discriminación que se perpetúa. Cabe afirmar que cultural, económica, jurídica o políticamente la desigualdad entre los sexos sigue siendo una realidad constatable a escala planetaria, que hace todavía necesaria la reivindicación de la igualdad para las mujeres, como lo entendió el feminismo de la igualdad en su debate y rechazo del denominado feminismo de la diferencia.

El “distanciamiento crítico respecto de estereotipos que potencian la desigualdad social entre hombres y mujeres” (Sambade, 2008: 360) es el que, en tanto discurso y movimiento, ha promovido el feminismo en su dilatada trayectoria histórica. Pero es de suyo reconocer que todo ser humano desarrolla sus disposiciones en un proceso de socialización que es principalmente interactivo. Por lo que cabe decir que todo individuo responde a relaciones no individuales. Y en esas relaciones culturales y sociales la narración de un género determinado y ahistórico sigue correspondiendo al género femenino, que no puede trascender esa predeterminación genérica en aras a hacerse individuos. Dicho sucintamente, “las mujeres no logran acceder a la categoría de individuo y siguen siendo percibidas como género” (Puleo, 1992: 184). Desvelada esta maniobre recurrentemente patriarcal, es consecuente suscribir que la dominación en razón del sexo es el paradigma de toda dominación:

 

“[…] la dominación conceptual y real del sexo al que antonomásticamente se la llama sexo, es la matriz y modelo de cualquier dominación y el modelo de la mayoría de las exportaciones naturalistas. Declarar `natural´, es decir legítima, una desigualdad tan patente ha hecho muy cómodo no tener que tomarse en serio la igualdad humana ni la libertad, y ha permitido poner fronteras sobre todo a la primera de ellas, la idea de igualdad, demasiado turbadora” (Valcárcel, 1997: 75).

 

Entendido el feminismo como crítica y desactivación de la dominación femenina, tanto en su perspectiva teórico-política como en su perspectiva práctica, no parece que podamos olvidar las herramientas conceptuales que permitan llevar adelante ten ingente tarea. Entendiendo además que la reivindicación feminista es una exigencia universal que no se fundamenta en una pretendida identidad femenina monolítica y cerrada, el sujeto feminista - no ahistórico ni trascendental-, sigue siendo necesario, como siguen siendo necesarias categorías no esencializadoras que nos permitan “analizar la construcción sociohistórica de las identidades masculina y femenina y la organización y distribución de bienes y reconocimiento de acuerdo a un patrón preestablecido que no suele ser consciente” (Puleo, 2008: 16). Y siguen siendo necesarios también conceptos, como el de “patriarcado”, que doten a otros conceptos, como el tan traído y llevado de “género”, de un contenido político y reivindicativo. Porque solo asimilando este último concepto a un sistema de opresión y de jerarquía de los hombres sobre las mujeres, como es el patriarcado, podemos dotarlo de un contenido político y no meramente descriptivo. Por ello, el feminismo de la igualdad, al contrario de lo que hemos visto en el caso del feminismo de la diferencia italiano, jamás renunció al concepto de patriarcado ni al objetivo del feminismo como erradicación de este a escala transnacional.

No puede decirse que en el debate entre igualdad y diferencia hubiera una posición que se erigiera como ganadora de este, pero sí cabe decir que el reconocimiento de la diferencia de género va a dar paso al reconocimiento de las diferencias entre mujeres. Y con ello se abrirá un periodo del feminismo en el que, como lo sostiene Nancy Fraser, el feminismo “quedó atrapado en la órbita de la política de la identidad” que antepondrá el reconocimiento de las diferencias a las urgencias de la desigualdad (Fraser, 1997: 188). La propia Fraser en su momento, en 1989, criticó duramente el feminismo de la diferencia y sus consecuencias en la política: porque, a juicio de Fraser, trasladar los supuestos del discurso de la diferencia a la política produce un abuso de la noción de la diferencia y de la identidad femeninas y va en contra de los intereses feministas. Fraser sostendrá de este modo se desactiva la carga reivindicativa del feminismo, ya que este pasa a ocuparse exclusivamente de cuestiones como la identidad femenina y la subjetividad, pero olvida que el feminismo es ante todo un movimiento de conquistas sociales (Fraser, 2015).

 

 

3. Reflexiones finales: para unas conclusiones

 

 

El feminismo denominado de la diferencia defendió un estereotipo de género que no era compatible con el paradigma de la igualdad feminista. En particular, habló de la mujeres como esencialmente más sensibles que racionales, de la ética de los cuidados a la que adscribía a la mujer como realización de la vocación femenina, así como de la revalorización y la nueva exaltación de la maternidad, entre otras cosas. A partir de ahí se propone una nueva revolución que no signifique simplemente un cambio de roles dentro de la cultura patriarcal, sino que rompa con esta e inaugure, desde la diferencia femenina, un nuevo orden de pensamiento y de lenguaje (Sendón, 1981).

El feminismo de la igualdad rechaza esta imagen de lo femenino, que entiende peligrosamente afín a los supuestos de la cultura patriarcal sobre las mujeres. E incide en que la diferencia femenina, los pretendidos valores femeninos, responden a la opresión y a la dominación, ya que entiende que “Es el varón quien ha inventado nuestra diferencia” (Amorós,1985: 137). Y, por lo mismo, el discurso patriarcal sobre las mujeres y sus valores contrapuestos a los valores considerados masculinos no puede ser resignificado en positivo como lo pretende la diferencia, sin caer en la trampa de un esencialismo que parte de la inferioridad femenina. Los valores de la sensibilidad, la dulzura, el cuidado, entre otros, desde una perspectiva igualitarista son valores que deben ser compartidos por ambos sexos dada su calidad humana, pero no valores que quepa defender como específicamente femeninos.

El feminismo de la igualdad aboga por transformar la sociedad patriarcal, para lo cual es imprescindible la participación de las mujeres en los puestos de poder. Pero, a la vez, ello tiene el peligro de que las mujeres en esos puestos se vean atrapadas por esas estructuras de poder y puedan perder el hilo que las vincula con el movimiento feminista y sus reivindicaciones. Desde el feminismo de la diferencia pensamos que ese hilo está perdido de antemano, desde el momento en el que lo que se reclama es un espacio y un orden simbólico para las mujeres separado de la sociedad eminentemente dominada por hombres y cuyas raíces patriarcales no se entienden como el objetivo feminista principal a erradicar.

En el caso de América Latina, leemos que fue en 1985 cuando se dio un mayor auge del denominado feminismo de la diferencia:

 

“En el Encuentro Feminista de Bertioga[1] el feminismo de la diferencia se manifestó en actitudes de rechazo a la discusión política y a todo intento de organización […]. Hubo una excesiva exaltación del lenguaje de lo corporal, una negación a observar las diferencias que existen también entre las mujeres (de clase, raza, sexo, cultura, etc.) y, fundamentalmente, una excesiva defensa hacia esos grupos de mujeres de movimientos denominados populares que planteaban la doble militancia, y a articular formas de diálogo y relación entre las luchas de los movimientos de mujeres y el movimiento feminista. En ese III Encuentro Latinoamericano se puede decir que triunfaron esas tendencias no explicitadas de la diferencia, ya que no se permitió efectuar ningún documento de conclusiones y no prosperaron las formas de organización planteadas por algunos talleres críticos a esta visión” (Gamba, 1987).

 

Aunque el debate igualdad-diferencia como tal parece desaparecido del panorama feminista, sin duda ha dejado huellas en este que no son de poca relevancia. Una de ellas será que la defensa de la diferencia de género, lo femenino y lo masculino, como diferencia cuasi-ontológica va a abrir la puerta a dar una vuelta de tuerca al discurso de la diferencia que lo vuelve contra sí mismo y que va a recalar en la tesis de la multiplicación de las diferencias genéricas. Así, por poner un caso nada venial, la filósofa Judith Butler, en su ya famoso ensayo de 1990 El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad, razona:

 

“El hecho de que la realidad de género se determine mediante actuaciones sociales continuas significa que los conceptos de un sexo esencial y una masculinidad o feminidad verdadera o constante también se forman como parte de la estrategia que esconde el carácter performativo del género y las probabilidades performativas de que se multipliquen las configuraciones de género fuera de los marcos restrictivos de dominación masculina y heterosexualidad obligatoria” (Butler, 2007: 275).

 

Comprender estas posiciones pasa por comprender que, con el vendaval postmoderno de pensamiento, el sujeto, no solo el feminista, ha sido herido de muerte. Se entiende: lo que queda herido de muerte es la idea moderna del sujeto que se abrió paso a partir del siglo XVIII, como un sujeto capaz de llevar adelante sus proyectos emancipatorios, porque era pensado como un sujeto fuerte y constituyente del poder y del discurso. El giro deconstructivo de la postmodernidad va a consistir, entre otras cosas, en entender que el sujeto no es fuerte y constituyente del poder y el discurso, sino que está constituido por el poder y el discurso.Y esta defunción filosófica y cultural del sujeto fuerte afecta también al feminismo, que asiste a cómo se ha defendido desde posiciones postmodernas, como las de Butler, la deconstrucción o la defunción del sujeto “mujeres”, que es el sujeto político que ha servido de fundamento a la lucha política y al proyecto mismo de la emancipación feminista durante siglos.

Pero hay quien lógicamente ve un peligro para el feminismo en estas propuestas postmodernas. Así, por ejemplo, la teórica feminista Seyla Benhabib afirma tajantemente que la versión fuerte de la postmodernidad que habla de la muerte del sujeto no es compatible con los objetivos del feminismo. Esta pensadora argumenta que, si deconstruimos la identidad mujeres, si prescindimos del “nosotros feminista”, nos quedamos sin sujeto político que pueda llevar adelante el proyecto de emancipación que el feminismo es. En realidad, lo que esta pensadora, Benhabib, se pregunta es cómo es se puede pensar un proyecto político de emancipación sin un sujeto que lo asuma como propio. Y esto es lo que plantea cuando escribe: “Quiero preguntar cómo sería incluso pensable, de hecho, el proyecto mismo de la emancipación femenina sin un principio regulativo de acción, autonomía e identidad” (Benhabib, 2005: 327). Es decir, lo que Benhabib está preguntando, y se lo pregunta directamente a Butler, es si es posible siquiera un proyecto feminista sin ese principio de “acción, autonomía e identidad” que es precisamente lo que se puede entender como sujeto político.

La herencia directa de las tesis de Butler será la denominada teoría queer que se presenta como un postfeminismo en el que el sujeto ya no son las mujeres, sino una diversidad de posiciones sexuales que se crean y se alían en su resistencia a lo que llaman “heteropatriarcado” (posiciones transgénero, transexuales, bisexuales, etc.). Esta orientación desplaza el foco de atención a la diversidad y, en particular, a “las multitudes queer” (Sáez, 2005: 69), que engloban a todas las sexualidades denominadas no normativas y a todas aquellas que puedan proliferar. Pero el desplazamiento hacia la diversidad supone obviar las desigualdades y sus urgencias que las mujeres padecemos, en mayor o menor medida, a escala planetaria, de modo que coincidimos aquí plenamente con la siguiente reflexión:

 

“En la defensa de la diversidad y la identidad parece tener mayor relevancia la adscripción cultural, religiosa, política, racial, sexual y experiencia vital que el reconocimiento de los derechos que tenemos como personas, dada nuestra condición común de humanos, independientemente de nuestra especificidad cultural, étnica, sexual o subjetiva” (Miyares, 2021: 150).

 

Pensamos, para concluir, que precisamente “nuestra condición común de humanos”, y no la exaltación de nuestra diferencia, es lo que refuerza la idea de un feminismo que, en tanto proyecto emancipatorio para las mujeres, precisa de una agenda en la que el soporte reivindicativo pasa hoy todavía por la idea-fuerza de igualdad. Una idea que implica seguir reclamando que las mujeres se constituyan en individuos en regla en todos los rincones de nuestro desigualitario planeta y que sean ellas, más allá de sus diferencias que nadie niega, el sujeto político de tan revolucionario programa.

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[1] Se refiere el texto al Tercer Encuentro Feminista y Latinoamericano del Caribe que se realizó en Bertioga (Brasil) del 31 de julio al 4 de agosto de 1985.