La impronta feminista. Un recorrido por la problematización de la

violencia de género contra las mujeres en Ecuador

 

The feminist imprint. A path of the problematization of gender-based violence in Ecuador

 

 

 

Maira Sichique Valencia

mlsichique@uce.edu.ec

Universidad Central del Ecuador – Ecuador

ORCID: https://orcid.org/0009-0005-8061-9579  

 

 

 

Recibido:   16-03-2025

Aceptado:  12-06-2025

 

 

 

Resumen

Este artículo estudia la violencia de género en Ecuador como un fenómeno social e histórico. A partir de una revisión de fuentes secundarias, analiza el papel de los movimientos feministas en su visibilización y problematización, así como la relación entre sus demandas y las respuestas del Estado. Primero, examina las dinámicas políticas de estos movimientos y luego las políticas públicas implementadas. La literatura revisada indica que, en Ecuador, la permeabilidad estatal a las demandas de sectores subalternos ha generado una aparente aceptación de estas exigencias, pero con una neutralización de su impacto, lo que reduce la efectividad de las políticas contra la violencia de género.

Palabras clave: feminismo, movimiento de mujeres, violencia de género, Ecuador.

 

Abstract

This paper analyzes the issue of gender-based violence in Ecuador as a social and sociohistorical phenomenon. Through a systematic revision of secondary sources, examines the role of women’s and feminist movement on the visibility and problematization of gender-based violence, and the link between their demands and the State’s responses. First of all, it refers the political dynamics of women’s and feminist movements, then explain the State’s responses about their demands. The evaluation of revised literature suggests a specificity for Ecuadorian case that point out a particular State’s permeability to demands of subaltern actors that neutralize the effectivity of public policies for counter gender-based violence. 

Keywords: feminism, women’s movement, gender-based violence, Ecuador.

1. Introducción

 

 

A lo largo de su desarrollo histórico, el feminismo ha desempeñado un papel disruptivo en el orden social establecido, al impulsar demandas orientadas a la transformación sustantiva de las condiciones que afectan a las mujeres. Sus reivindicaciones han abarcado desde la lucha por el reconocimiento de los derechos civiles y políticos fundamentales, hasta la crítica de la división sexual del trabajo y la resignificación de la sexualidad femenina. Asimismo, el feminismo ha incorporado al debate académico y social el análisis crítico de los cuerpos feminizados y de las identidades sexo-genéricas, contribuyendo al reconocimiento de la igualdad y a la búsqueda de la emancipación.

En este contexto, la acción colectiva se ha constituido como un eje articulador de estas demandas, conformando un movimiento heterogéneo, dinámico y en constante expansión. En síntesis, puede afirmarse que el feminismo busca la democratización de las relaciones de género en todos los ámbitos de la vida social, cuestionando las estructuras que reproducen la desigualdad y promoviendo una transformación profunda en las formas de organización social, política y cultural.

En relación con los inicios del feminismo en Ecuador, la investigación histórica de Ana María Goetschel (2018) examina las posturas heterógeneas adoptadas por las mujeres en el espacio público durante la primera mitad del siglo veinte. Su análisis, articulado en torno a los ejes de feminismo y política, así como de mujeres, educación y trabajo, concluye que el feminismo ecuatoriano emergió como una expresión diversa y plural, sin una centralidad fija.

Por esta razón, prefiere concebirlo como el resultado de campos de fuerzas en el que las actoras adoptaron posiciones distintas e incluso contrapuestas, según sus circunstantacias particulares y otros factores sociales, políticos y culturales determinados tanto por el contexto nacional como internacional. No obstante, sostiene que, pese a la variedad de enfoques, todas compartían la convicción de ampliar los derechos de las mujeres y fomentar su presencia en diferentes esferas de la vida pública. En este marco, los desacuerdos se centraban en las formas que debía asumir dicha participación, en los espacios donde debía desarrollarse y en los principios o criterios que debían orientarla.

Por su parte, Santillana y Aguinaga (2012) se preocupan por revisar los estudios de género centrados en la situación de las mujeres y en las desigualdades presentes en los ámbitos laboral, político y jurídico durante la transición democrática de la década de 1980. Asimismo, documentan el surgimiento del movimiento feminista en 1995, destacando su marcada orientación radical, centrada en cuestionar las contradicciones de clase, etnia y género.

Según las autoras, dicho movimiento priorizaba el análisis de las diferencias en las condiciones de vida entre hombres y mujeres, con el propósito de problematizar la opresión sexual. Finalmente, advierten sobre el posicionamiento ideológico y político de las propuestas impulsadas por la Organización de las Naciones Unidas, que durante la década de 1990 promovió una corriente de feminismo institucional alineada con las perspectivas del feminismo liberal.

Aunque el feminismo ecuatoriano se expresa a través de múltiples corrientes teóricas y prácticas diversas, persisten ciertas demandas que, por su magnitud, transversalidad y reiteración histórica, continúan ocupando un lugar central en su agenda. En este sentido, el pensamiento feminista insiste en orientar sus esfuerzos en visibilizar, problematizar y desmantelar las estructuras que configuran y reproducen diversos mecanismos de dominación y opresión, cuya manifestación más evidente es la violencia por razones de género contra las mujeres. Desde esta matriz analítica, dicha violencia se distingue de otras formas de agresión por su carácter sistemático y estructural, en tanto está anclada en relaciones de poder asimétricas y en un entramado normativo-cultural que legitima y refuerza la hegemonía de los valores, prácticas y discursos masculinos. En consecuencia, la violencia de género debe ser comprendida no solo como una problemática social, sino también como una grave vulneración de los derechos humanos y como uno de los principales obstáculos para el ejercicio pleno de la ciudadanía por parte de las mujeres.

En el marco de las demandas del movimiento de mujeres y feministas, la violencia contra las mujeres ha adquirido mayor visibilidad social, lo cual ha propiciado el reconocimiento de los espacios en los que ocurre y la tipificación de sus diversas modalidades. Adicionalmente, estas agrupaciones han sido agentes clave para promover las reformas normativas y jurídicas implementadas por el Estado ecuatoriano, orientadas a diseñar estrategias destinadas a la erradicación, prevención y protección de las víctimas de violencia de género. Asimismo, es importante señalar que, aunque la violencia contra las mujeres no se circunscribe a un ámbito social específico ni a un tipo particular de relación, el espacio doméstico y las relaciones de pareja constituyen un escenario común donde se ejerce con mayor frecuencia.

Debido a la magnitud de este fenómeno y a la centralidad que el feminismo ha conferido a su estudio, resulta imprescindible enfocar la atención en un análisis histórico sustentado en la revisión de archivos, catálogos históricos y documentos contemporáneos, con el propósito de destacar el papel fundamental desempeñado por el movimiento de mujeres y feministas, así como los marcos interpretativos que han orientado la comprensión y abordaje de esta problemática. Aunque la violencia contra las mujeres fue politizada y teorizada con mayor profundidad durante la segunda ola del feminismo internacional, su visibilización y reconfiguración han sido inherentes al movimiento desde sus orígenes, intensificándose progresivamente, particularmente en relación con la acción colectiva de los movimientos feministas. En este sentido, y con el fin de reflejar los intercambios, encuentros, diálogos y acciones que surgieron desde la década del setenta, en torno a la reflexión sobre la violencia contra las mujeres, el presente artículo ofrece una síntesis del proceso de esta lucha en el contexto ecuatoriano.

 

 

2. Objetivos 

 

 

Este breve estudio tiene como finalidad analizar el proceso de problematización de la violencia de género en Ecuador, entendida tanto como un problema social estructural como una forma de relación sociohistórica. A partir de una revisión sistemática de las principales acciones, intercambios y propuestas emergidas desde los movimientos de mujeres y feministas, se busca identificar los marcos conceptuales y teórico-disciplinarios que han configurado su abordaje. En este sentido, se pretende: a) examinar las discusiones teóricas-políticas que han influido en la construcción de la violencia de género como un problema social, b) sistematizar los principales aportes y estrategias desarrolladas por los movimientos feministas y de mujeres en la denuncia, visibilización y problematización de la violencia de género en Ecuador, c) analizar las intersecciones entre las luchas feministas y las respuestas estatales, con especial atención a la tensión entre demandas sociales y marcos normativos e institucionales.

 

 

3. Metodología

 

 

Para cumplir con los objetivos de este artículo, el diseño de la investigación fue de tipo documental, ya que se basó en la recopilación, análisis e interpretación de datos e información previamente existente. Este enfoque permitió comprender el contexto en el que se generó la información, al mismo tiempo que propuso una revisión crítica y sistemática de la misma. No se trató solo de una simple recopilación de datos, sino de un proceso que incluyó el análisis, la comparación y la sistematización de la información para extraer conclusiones relevantes.

Las principales fuentes de información utilizadas fueron secundarias, lo que implicó el uso de libros, artículos académicos, informes, registros oficiales, archivos históricos, bases de datos, entre otros. La selección del corpus textual para esta investigación se guió por dos criterios fundamentales: a) su relación con la problemática y los enfoques teóricos-académicos sobre la violencia de género desde finales de los años setenta hasta la actualidad, y b) su pertinencia al contexto ecuatoriano.

En cuanto al manejo de los datos, los textos seleccionados fueron organizados en colecciones y subcolecciones, registradas de manera metódica y sistemática en el gestor bibliográfico Zotero. Las fichas y notas de lectura fueron organizadas y etiquetadas utilizando uno de los programas gratuitos disponibles, y posteriormente procesadas mediante el software de análisis cualitativo ATLAS.Ti. El análisis de los datos se llevó a cabo a través de fichas de lectura que se procesaron en categorías temáticas. A continuación, se realizó un proceso de sistematización de la información en fichas analíticas, las cuales se convirtieron en notas de investigación. Además, durante todo el desarrollo del estudio se mantuvo una bitácora analítica para registrar y reflexionar los hallazgos.

4. Aproximaciones generales sobre la problematización de la violencia de género

 

 

La literatura revisada coincide en que hasta mediados del siglo veinte la violencia contra las mujeres no era nombrada ni reconocida, lo que contribuyó a su invisibilización social. De ahí que, las distinciones analíticas y conceptuales más notables de la discusión y problematización de la violencia de género atañen a la década de los setenta, durante la segunda ola del feminismo. No obstante, algunas pensadoras sostienen que las feministas del siglo diecinueve ya advertían de los riegos de las mujeres frente a la brutalidad masculina y de su incidencia en la esfera doméstica[1]. Sin embargo, las demandas y reivindicaciones más inmediatas de la condición femenina en la esfera pública postergaron el reconocimiento de la violencia de género como una cuestión central en la agenda feminista de la época (De Miguel Álvarez, 2005). 

En efecto, problematizar de forma explícita la vida cotidiana de las mujeres víctimas de violencia implicaba transgredir el umbral de lo privado e íntimo, despojando a estos hechos de su aparente carácter individual, reservado y naturalizado en el sentido común, la vida práctica y el imaginario colectivo. Este desplazamiento permitió reconfigurar la violencia de género como una cuestión de interés público, visibilizándola como un problema social de gran envergadura. En esta línea, Bosch Fiol y Ferrer Pérez (2000: 11), sostienen que, para que una condición sea reconocida como un problema social, debe ser percibida como injusta por un grupo con cierto grado de influencia social. Bajo esta premisa, la segunda ola del feminismo y el movimiento de liberación de las mujeres, a finales de los años sesenta, colocaron en el centro del debate, tanto académico como político, la violencia sexual y doméstica contra las mujeres, resignificándola como una manifestación estructural de las desigualdades de género.

En palabras de Hill Collins (citado por Jabardo, 2012: 33), este segundo momento del feminismo se articuló en torno a dos grandes ejes. El primero, representado por la consigna “lo personal es político”, impulsó la politización de la vida cotidiana, el cuerpo y la sexualidad de las mujeres, enfocándose en los conflictos y tensiones vividas en el ámbito privado. El segundo eje consistió en la adopción del concepto de patriarcado[2], como categoría central para el análisis de las causas estructurales de la opresión de género. En concordancia, Campagnoli (2005: 160) afirma que “fueron estas contribuciones las que permitieron cuestionar la supuesta neutralidad de lo público y revelar el carácter sociohistórico de las relaciones íntimas y construcción de subjetividades”.

Este cuerpo de ideas elaboradas desde el pensamiento feminista proporcionó las herramientas teórico y conceptuales necesarias para comprender la violencia contra las mujeres como consecuencia de su posición arbitraria dentro de la estructura social y de la relación entre los sexos. Desde esta perspectiva, se rechazó la visión histórica que circunscribía la dominación y la violencia masculina al ámbito privado, para en su lugar visibilizarla como una estructura de poder transversal, presente en todos los espacios de la sociedad y reafirmada en las relaciones humanas e interpersonales. En esta línea, se documentó lo que Venegas, Martínez Reverte y Venegas (2019) denominan los cuatro mil años de violencia contra la mujer, evidenciando los mecanismos utilizados históricamente para el control del cuerpo, que lejos de ser casual, adopta diversas formas y es el resultado de un proceso histórico y sostenido a lo largo del tiempo.

En este escenario, el movimiento de mujeres en América Latina durante la década de los setenta se caracterizó por su diversidad, influenciada por particularidades históricas y los procesos sociales específicos de cada país[3]. A pesar de su carácter heterogéneo, es posible identificar tres vertientes principales: feministas, mujeres provenientes de sectores urbanos populares y aquellas mujeres vinculadas a la participación política. Si bien sus trayectorias y enfoques podían tener diferencias, todas compartían una preocupación común por la lucha contra la subordinación de la mujer y el cuestionamiento al modelo capitalista, así como una postura crítica hacia el Estado por considerarlo excluyente y opresivo (Álvarez, 1998: 94-98; Lamus Canavate, 2009; Saporta, Aranguren, Chuchryk y Álvarez, 1994). 

Un aspecto clave en la configuración del movimiento de mujeres en América Latina fue la relación con los partidos de izquierda, lo que dio lugar a experiencias de doble militancia en organizaciones populares, sindicatos y luchas por los derechos humanos. Sin embargo, la falta o escasa receptividad de sus compañeros hacia las demandas específicas de género motivó el desarrollo de estrategias autónomas orientadas a la reivindicación de la igualdad y los derechos de las mujeres. Esta tensión condujo al surgimiento de dos ideas fundamentales: por un lado, la necesidad de construir nuevas formas de hacer política, alejadas de las estructuras jerárquicas tradicionales; y por otro, la concepción de la lucha feminista como una práctica encarnada en la vida cotidiana y las relaciones interpersonales. En este marco, la estrategia predominante fue la concientización, implementada a través de talleres y espacios formativos que abordaban temas como la discriminación de género, la violencia, la salud sexual y reproductiva, entre otros aspectos de la experiencia cotidiana atravesados por la dominación patriarcal.

Hasta este punto, se han identificado dos rasgos característicos del feminismo latinoamericano de la década de 1970: la producción sistemática de conocimiento sobre la condición femenina y la expansión de los movimientos feministas y de mujeres. Según Teresita De Barbieri, a mediados de esta década, las mujeres comenzaron a manifestar diversos malestares en el ejercicio de sus libertades, al constatar que la igualdad proclamada en los cuerpos legales nacionales e internacionales estaba lejos de materializarse en su vida cotidiana. En este sentido, fue labor de los movimientos feministas visibilizar estos malestares, nombrarlos y exigir soluciones tanto a los Estados como a la sociedad, sus compañeros, cónyuges y a ellas mismas (De Barbieri, 2004: 197-202). Por su parte, Celiberti (2015: 293) sostiene que estos movimientos fueron quienes introdujeron “[…] tanto en el debate teórico y político la cuestión de género en toda su complejidad, abriendo múltiples perspectivas para repensar lo social, lo jurídico y lo político”. Es en este contexto donde comienza a delinearse el movimiento de mujeres y feministas con los rasgos distintivos que lo caracterizan en la actualidad.

Motivadas por la consigna de “comenzar a actuar” decidieron llevar lo privado a la arena de lo político. Con este objetivo, organizaron los Encuentros Feministas Latinoamericano y de El Caribe, los cuales, desde la década de 1980, se han realizado en diversas ciudades de la región. Para García y Valdivieso (2005: 45-50), desde sus inicios, estos encuentros se han caracterizado por problematizar, discutir y reflexionar sobre la condición de subordinación, desigualdad y opresión de las mujeres y diversidades sexo genéricas en los distintos y heterogéneos ámbitos de ocurrencia, en los que la violencia contra las mujeres ha permanecido constante, ya sea como temática principal o tangencial a otros campos.

En este marco, uno de los hitos fundamentales del feminismo latinoamericano fue el Primer Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe, celebrado en Bogotá en 1981, donde se declaró el 25 de noviembre como el Día Latinoamericano de la No Violencia contra las Mujeres. El Segundo Encuentro, realizado en 1983 en Lima, consolidó el concepto de patriarcado como eje central de análisis, profundizando en sus causas y consecuencias dentro del entramado social que sostiene la subordinación de las mujeres. Este evento también marcó el inicio de la participación permanente de representantes de la población GLBTQ+, ampliando los horizontes del movimiento hacia una agenda más inclusiva.

Posteriormente, en 1990, el Quinto Encuentro, llevado a cabo en San Bernardo, acordó la creación de la Red Latinoamericana y Caribeña contra la Violencia hacia la Mujer y proclamó el 28 de septiembre como el Día de Lucha por la Despenalización del Aborto en América Latina. El Duodécimo Encuentro, celebrado en 2011 nuevamente en Bogotá, constituyó un punto de inflexión al conmemorar tres décadas de articulación feminista en la región, bajo el lema “Nuestras voces se multiplican: por el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia”. Más recientemente, en 2017, el Encuentro realizado en Montevideo culminó con una multitudinaria movilización en el marco del Día Internacional de la Lucha contra la Violencia hacia las Mujeres, visibilizando la persistencia de este problema estructural (Agencia EFE, 2017).

En el contexto actual, las luchas feministas en diversos países latinoamericanos comparten una preocupación central: el alarmante incremento de los femicidios. Este fenómeno ha sido definido como “la forma más extrema de violencia contra las mujeres, entendida como la violencia ejercida por los hombres contra las mujeres en su deseo de obtener poder, dominación o control” (Russell, 1992 citado en Pontón Cevallos, 2009: 5). En una línea similar, Pineda (2019: 93) lo conceptualiza como “el resultado de un continuum de formas de violencia contra las mujeres” que, históricamente, han sido invisibilizadas o desatendidas.

Frente a esta realidad, desde 2016 se ha observado una revitalización del activismo feminista, evidenciado en la masiva participación de mujeres en movilizaciones y protestas en distintas partes del mundo. Estas manifestaciones han tenido como propósito la defensa de los derechos de las mujeres y la denuncia de las múltiples expresiones de violencia machista. Ejemplos significativos incluyen la marcha de mujeres en los Países Bajos contra la penalización del aborto, la huelga feminista en España que demandaba una sociedad libre de opresión sexista, explotación y violencia, así como los movimientos “Ni Una Menos” en Argentina y “Ni Una Más” en México, cuyas consignas lograron trascender fronteras e inspirar acciones en otros países de América Latina y en distintos continentes (Arruzza, Bhattacharya y Fraser, 2019; Bidaseca et al., 2017). Como afirma Rosa Cobo (2019), el mundo está siendo testigo de un proceso de globalización del feminismo.

 

 

5. La violencia contra la mujer por razones de género en Ecuador

 

 

En Ecuador, los movimientos de mujeres y feministas han impulsado una serie de acciones destinadas a visibilizar y denunciar la violencia de género. De acuerdo con la información recopilada por Mora (2005), Cevallos (2019) y CAM-CIAM (1998), estos esfuerzos se materializaron en la creación de organizaciones, fundaciones y encuentros orientados a la reivindicación de los derechos de las mujeres, así como a la denuncia de las estructuras patriarcales que perpetúan la desigualdad. Uno de los ejemplos más significativos fue la fundación del Centro de Acción de la Mujer, cuyo trabajo sostenido se enfocó en la intervención con mujeres pertenecientes a sectores históricamente marginados. Sus iniciativas estuvieron dirigidas a la promoción de la salud sexual y reproductiva—siendo pioneras en la orientación sobre el uso de métodos anticonceptivos y en la apertura del debate sobre la interrupción voluntaria del embarazo—y a la lucha contra la violencia de género. Entre las acciones implementadas se destacó la conformación de una red barrial de mujeres movilizadas y organizadas, responsables de brindar acompañamiento, auxilio y contención inmediata en situaciones de violencia intrafamiliar. Asimismo, se promovieron servicios de asesoría legal para mujeres, la creación de guarderías comunitarias y programas de capacitación en distintos oficios, con el objetivo de fomentar y fortalecer su autonomía económica.

En coordinación con Acción por el Movimiento de Mujeres, durante los años de 1986 y 1987 se organizaron los Encuentros Nacionales sobre Teoría Feminista. Al respecto, el primer encuentro tuvo como eje central la legitimación del feminismo dentro del movimiento de mujeres, consolidando la comprensión de que la emancipación femenina exige una confrontación directa con el sistema patriarcal y machista, así como la superación simultánea de las opresiones de género y de clase. Inspiradas en el feminismo latinoamericano, las participantes propusieron la construcción de interpretaciones teóricas adaptadas al contexto nacional. A su vez, analizaron los procesos históricos que han sostenido la subordinación de las mujeres, la práctica feminista y las diversas manifestaciones de la violencia de género.

En segundo encuentro, por su parte, se estructuró en torno a la discusión sobre política y poder, orientando la reflexión hacia el rol político de las mujeres. En este contexto, se asumió abiertamente la consigna lo personal es político, resignificando el valor al trabajo de las organizaciones, así como al de las mujeres independientes en sus hogares, ocupaciones y oficios. En consecuencia, se reconoció que las prácticas desarrolladas en estos espacios constituyen acciones transformadoras que deben entenderse como expresiones concretas de acción política.

En 1983 se fundó el Centro Ecuatoriano para la Promoción y Acción de la Mujer, con filiales en Quito y Guayaquil. Su principal objetivo era la capacitación en cuestiones de género, abarcando temas como derechos sexuales y reproductivos, salud, y prevención y atención de la violencia intrafamiliar, con el propósito de promover una vida libre de violencia. Entre sus contribuciones destaca la creación del periódico La Abeja, que mantenía una publicación dedicada a la visibilización de las mujeres en la historia y al análisis de la historia de las mujeres. En Guayaquil, el movimiento de mujeres se distinguió por su activa denuncia y condena de la violencia de género. En esta misma línea, en 1990 se creó la Fundación de Estudios y Apoyo para la Mujer y la Familia Ecuatoriana María Guare, que desarrolló proyectos dirigidos a la prevención de la violencia familiar y contra las mujeres.

Entre 1995 y 1996, la Coordinadora Política Nacional de Mujeres impulsó una agenda de trabajo feminista que abordó temas como pobreza, empleo, educación, salud, violencia, derechos humanos, medio ambiente, comunicación, desarrollo local y participación política. En este contexto, desarrolló el Primer Congreso Nacional de Mujeres, realizado los días 8 y 9 de febrero, que contó con la asistencia de ochenta delegadas de diversas organizaciones del país. Asimismo, se consolidaron otros espacios para la investigación y el análisis de la condición de la mujer ecuatoriana. En este sentido, se destaca la Corporación Ecuatoriana de Cooperación e Inclusión de las Mujeres, que centró sus esfuerzos en el desarrollo y revisión crítica de las categorías utilizadas por el feminismo, así como el Centro de Planificación y Estudios Sociales que trabajó en la elaboración de una de las primeras bases estadísticas sobre la violencia contra las mujeres y en el desarrollo de marcos conceptuales e interpretativos sobre esta problemática.

A continuación, como resultado de las demandas nacionales de las mujeres y de los llamados de atención de la comunidad internacional, el Estado ecuatoriano asumió la responsabilidad de prevenir, erradicar y sancionar la violencia de género contra las mujeres. Con este propósito, en la década de 1980 y con el acompañamiento de organizaciones de mujeres, se fundó la Dirección Nacional de Mujeres (DINAMU), que en 1997 pasó a denominarse Consejo Nacional de las Mujeres. Su objetivo principal consistió en diseñar estrategias para abordar la violencia de género, a través de campañas de sensibilización, la creación de casas de refugio para la protección de las mujeres, así como la realización de estudios e investigaciones. Además ofreció asesoría legal mediante consultorios jurídicos gratuitos (Obando et al., 2001).

Enmarcados en esta perspectiva, en 1994 el Estado reconoció la violencia de género como un problema social que requería garantías técnicas para su abordaje. Antes de este reconocimiento, la violencia no solo estaba invisibilizada y naturalizada bajo mecanismos de sometimiento, sino que los cuerpos legales negaban la posibilidad de denuncia, y su tipificación como delito era inexistente.

En el mismo año, se crearon las primeras Comisarías de la Mujer y la Familia (CFM), con el objetivo de prevenir, atender, juzgar y sancionar la violencia intrafamiliar. Con la promulgación de la Ley Contra la Violencia a la Mujer y la Familia en 1995 se reguló y definió la violencia como cualquier acción u omisión que implique maltrato físico, psicológico o sexual perpetrado por un miembro de la familia contra la mujer o cualquier otro integrante del grupo familiar. Esta ley, conocida como la Ley 103, brindó a las mujeres agredidas por sus parejas un recurso legal para su protección y acceso a la justicia. Además, la Ley diferenciaba la causa de las lesiones ocasionadas por la violencia, clasificándolas en dos tipos: contravenciones, que eran atendidas por las CFM, y delitos, que se procesaban en elámbito penal (Camacho, 2014: 16; Guarderas Albuja, 2016: 200; Ley Contra la Violencia a la Mujer y la Familia, 1995).

La nueva Constitución de 1998 incorporó disposiciones claves para la promoción y fortalecimiento de la igualdad de género y de los derechos humanos de las mujeres. Entre los aspectos fundamentales, destacaron el derecho a una vida libre de violencia y el derecho a tomar decisiones libres y responsables sobre su vida sexual y reproductiva. Este avance se vio influenciado por el protagonismo de las mujeres quienes plasmaron sus demandas en el documento Nosotras en la Constitución: propuesta de las mujeres ecuatorianas a la Asamblea Constituyente. El resultado fue un instrumento jurídico esencial que promulgaba la construcción de una sociedad no discriminadora e inclusiva, reconociendo la diversidad como pilar de la gobernabilidad democrática. (Del Campo y Evelyn Magdaleno, 2008: 280; Valdivieso, 2017: 49). Al mismo tiempo, la violencia contra las mujeres fue declarada como un problema de salud pública (Valle, 2018: 24).

Una década más tarde, una nueva Carta Magna incorporó de manera explícita la igualdad de género como principio rector y se comprometió a adoptar todas las medidas legales necesarias para proteger a las mujeres frente a la violencia. Además, se declaró garante de sus derechos y asumió la responsabilidad de acompañar a las víctimas para evitar su revictimización (Constitución del Ecuador, 2008 art.70; 66b, 9, 10; 81). Una vez más, estas garantías constitucionales fueron precedidas por las demandas y derechos presentados por las organizaciones de mujeres, que se reflejaron en el documento titulado Prioridades de las mujeres. En consonancia con este marco normativo, se estableció la creación de los Consejos de Igualdad (art. 156), proceso que culminó en 2014 con la conformación del Consejo Nacional para la Igualdad de Género, entidad encargada de garantizar el pleno ejercicio de los derechos de las mujeres conforme a la Constitución y los instrumentos internacionales de derechos humanos.

Otro avance significativo, tal vez uno de los más importantes en materia de política estatal y defensa de los derechos humanos, fue la creación del Plan Nacional de Erradicación de la Violencia de Género en el 2007. Este plan surgió del reconocimiento de la violencia como un problema estructural, resultado directo de los roles conservadores de género y de las desiguales relaciones de poder que subordinan a las mujeres, perpetuándose en el marco de las sociedades patriarcales y autoritarias. Con la implementación del plan, en 2011 se desarrolló y aplicó la primera Encuesta Nacional sobre Relaciones Familiares y Violencia de Género contra las Mujeres, cuyo alcance fue actualizado en el 2019 con una segunda encuesta.

En consonancia con la tendencia global, el femicidio se posicionó como una de las principales demandas del movimiento feminista en Ecuador. Este giro se intensificó a comienzos de 2013, tras el asesinato de una joven de 20 años, cuyo caso adquirió gran notoriedad mediática, especialmente en redes sociales. La movilización generada por este hecho fue impulsada por los familiares de la víctima, quienes organizaron marchas que rápidamente fueron respaldadas por allegados de otras víctimas y colectivos feministas (Mena, 2013). Este episodio marcó un punto de inflexión en el debate público sobre la violencia de género, motivando a organizaciones y activistas a exigir la tipificación del femicidio como delito específico, con el objetivo de visibilizarlo y sancionarlo adecuadamente. La posterior incorporación del delito de femicidio en el Código Orgánico Integral Penal fue, por tanto, resultado directo de esta presión social y política.

Ante la persistente ineficacia de la respuesta estatal y en sintonía con las acciones emprendidas en otros países de la región, el 26 de noviembre de 2016 el colectivo Vivas Nos Queremos convocó en Ecuador una marcha para denunciar la violencia machista, visibilizar la situación de mujeres sobrevivientes y exigir justicia para aquellas asesinadas en condiciones de impunidad. Esta movilización aglutinó a familiares de víctimas, mujeres militantes y no militantes, organizaciones feministas y de derechos humanos, quienes, compartiendo un sentimiento común, reclamaron justicia, reparación y garantías de no repetición.

En este marco, la academia también ha desempeñado un papel fundamental en la visibilización y problematización del femicidio como un fenómeno social estructural. La investigación de Pontón Cevallos (2009) ya advertía que la persistencia de patrones discriminatorios, sexistas y misóginos profundamente arraigados en la sociedad ecuatoriana constituía un caldo de cultivo para la manifestación extrema de la violencia de género. Complementariamente, el análisis de Aguayo (2020) profundiza en los factores estructurales, económicos y de género que incrementan el riesgo de femicidio, subrayando la importancia de considerar las condiciones materiales de vida, así como variables sociodemográficas, en la comprensión integral del fenómeno.

A su vez, estudios de corte periodístico, como el realizado por Aguilar y Rodríguez (2018), han puesto en evidencia el tratamiento sensacionalista y espectacularizante que frecuentemente ofrecen los medios de comunicación al cubrir casos de femicidio. Esta representación mediática no solo banaliza la violencia, sino que también contribuye a la revictimización de las mujeres. Desde una perspectiva jurídica, ciertos enfoques han generado controversia al cuestionar que la tipificación del femicidio pueda implicar una desventaja legal para los hombres, aludiendo a una supuesta vulneración del principio de igualdad ante la ley. No obstante, más allá de estas discrepancias, existe un amplio consenso académico y social en torno a la insuficiencia de las respuestas legales y a la debilidad institucional para prevenir, sancionar y erradicar la violencia feminicida.

De hecho, hasta mediados de 2014, Ecuador no contaba con estadísticas oficiales sobre femicidio, lo cual evidenciaba la inexistencia de un sistema de registro sistemático sobre esta forma de violencia. Sin embargo, el movimiento feminista, consciente de la importancia de documentar estos casos para transformarlos de hechos aislados en una categoría analítica con implicaciones políticas (Osborne, 2008, citado en Suárez, 2020: 62), ya había comenzado a construir sus propios registros. En este sentido, Ortega y Valladares (2007) presentaron datos sobre femicidios en la ciudad de Quito, y posteriormente Carcedo (2010) amplió la cobertura con registros en Guayaquil, Cuenca, Esmeraldas y Portoviejo. De igual manera, el estudio Las Rutas de la Impunidad, realizado en 2010 por el Centro Ecuatoriano para la Promoción y Acción de la Mujer (CEPAM) de Guayaquil, proporcionó datos fundamentales sobre la magnitud del problema. Actualmente, la Fiscalía General del Estado es la institución oficial encargada de sistematizar esta información; no obstante, sus estadísticas aún difieren significativamente de los registros elaborados por organizaciones feministas dedicadas al mapeo de femicidios en el país.

En este contexto, la reforma del Código Orgánico Integral Penal en 2014 representó un avance normativo clave, al tipificar y sancionar el delito de femicidio. Según el artículo 141, “[…] la persona que, como resultado de las relaciones de poder manifestadas en cualquier tipo de violencia, dé muerte a una mujer por el hecho de serlo o por su condición de género, será sancionada con pena privativa de libertad de veintidós a veintiséis años” (COIP, 2014: 69). Sin embargo, esta reforma fue objeto de críticas por parte de diversos sectores del movimiento feminista, ya que implicaba la derogación parcial de la Ley 103. Al incorporar la violencia intrafamiliar como delito dentro del nuevo código, se debilitaba la aplicación inmediata de medidas de protección y se invisibilizaban aspectos fundamentales como la libertad sexual de las mujeres, previamente reconocidos en la Ley de 1995 (Guarderas, 2016).

Finalmente, para hacer efectivo el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia, el Estado ecuatoriano consideró necesario la creación de una nueva Ley que articule un sistema nacional con el objetivo de prevenir y erradicar la violencia[4]. Bajo estos parámetros el 05 de febrero de 2018 se promulgó la Ley Orgánica Integral para Prevenir y Erradicar la Violencia Contra las Mujeres, con el propósito de coordinar, planificar, organizar y ejecutar acciones que involucren a todos los poderes del Estado de cara a la atención, protección y reparación de las mujeres (Asamblea Nacional República del Ecuador, 2018). Sin embargo, posterior a su implementación las organizaciones y movimientos feministas, autoridades de los otros poderes e instituciones del Estado y la sociedad en su conjunto, expresaron su profunda preocupación y rechazo por el progresivo recorte presupuestario frente al aumento de los casos de mujeres víctimas de violencia (Benavides, 2019; Pichincha Universal, 2020; Diario el Comercio, 2020; Revista Vistazo, 2021).

A pesar de estas diversas perspectivas, existe un consenso general en torno a la insuficiencia de las medidas legales y la debilidad institucional para comprender, prevenir y responder de manera efectiva a la violencia que enfrentan las mujeres, particularmente en el ámbito privado y en las relaciones de pareja. No obstante, más allá de las limitaciones estatales y jurídicas, las mujeres, los movimientos y las organizaciones feministas han desempeñado un rol clave en la visibilización del femicidio. A través de acciones sostenidas de denuncia, sensibilización y presión social, han contribuido a que este fenómeno sea reconocido como una problemática estructural que requiere atención urgente por parte de toda la sociedad.

 

 

6. Conclusión

 

 

Es indudable que la relación de la acción colectiva del movimiento feminista con el Estado permite dimensionar con mayor precisión la especificidad del proceso de emergencia de la violencia de género en el Ecuador como un problema social. Cierta continuidad es visible en el mecanismo social general de esta relación: iniciativas o demandas que surgen del movimiento de mujeres y terminan transformándose posteriormente en política pública sin mayores dificultades, sin embargo, la oficialización de esas políticas se detiene en un reconocimiento formal amplio, incluso muy avanzado en algunos temas, pero con una incidencia práctica limitada y poco efectiva. En buena medida, las iniciativas de intervención que el movimiento ha mantenido en el campo de la sociedad civil han terminado siendo más efectivas y han tenido un mayor impacto que las políticas públicas en muchos de los casos. En suma, se trata de avances en el reconocimiento de derechos en la más alta normativa estatal (la Constitución, por ejemplo), pero insuficiencia marcada en las capacidades institucionales de su puesta en práctica. Tanto la permeabilidad para la inclusión de demandas de la sociedad civil como su radical reconocimiento normativo formal son características generales de la configuración estatal ecuatoriana, es posible observar fenómenos semejantes en el caso del movimiento sindical o del movimiento indígena, resta investigar cómo se ha desarrollado esa dinámica específicamente para el caso del movimiento feminista.

La especificidad de esta dinámica del movimiento feminista ecuatoriano con el Estado tiene que ver con su apuesta por la intervención estratégica sobre aspectos críticos mediante procesos organizativos en el ámbito de la sociedad civil. Es importante tener en cuenta las investigaciones y documentos revisados en este estudio revelan que en la acción colectiva del movimiento de mujeres y feminista parece haber tenido un peso importante la creación de distintas ONG que buscaban intervenir en ámbitos específicos como la planificación familiar, la asesoría legal o la contención de mujeres violentadas; en tanto que, solo en una etapa posterior –especialmente en relación con las demandas en contra del femicidio– la militancia organizada adquirirá un rol más relevante en la lógica de contención feminista.

Si bien los estudios sobre el movimiento de mujeres y el movimiento feminista advierten de elementos compartidos a escala global, la revisión de la literatura existente para el caso ecuatoriano muestra que la investigación sobre las dinámicas específicas puede ser muy fructífero en el ánimo de recabar las diversas estrategias políticas del movimiento en contextos sociohistóricos diversos. En este sentido, si bien se pueden identificar grandes tendencias como la conformación de organizaciones de gestión e intervención social u organizaciones militantes, resta por ampliar el conocimiento sobre las dinámicas más específicas, los estudios de caso sobre organizaciones concretas pueden contribuir significativamente en ese cometido.

Aunque las perspectivas conceptuales y teóricas son diversas para abordar las estrategias del movimiento feminista, el examen de la experiencia en el Ecuador deja ver que enfocar el análisis en la lógica contenciosa que el movimiento tiene con el Estado abre posibilidades interpretativas de significativo interés tanto para la investigación académica como para la acción política. La particularidad del conglomerado estatal en Ecuador y su permeabilidad a las demandas de los sectores subalternos constituye un escenario político muy peculiar que permite comprender de modo preciso el proceso político de posicionamiento de temáticas cruciales para el movimiento de mujeres y, muy posiblemente, para otros movimientos sociales. Aquí también son indispensables los estudios de casos específicos o de coyunturas concretas de conflicto entre el movimiento feminista y el Estado.

Otro aspecto relevante tiene que ver con las coaliciones sociales en las que se inserta el movimiento de mujeres. La literatura examinada presenta alguna información, pero esta ocupa un espacio marginal. Es indispensable alcanzar un mayor conocimiento sobre las coaliciones entre las organizaciones de mujeres y feministas, así como las que han tenido lugar con otros movimientos como el indígena, el ecologista o los sindicatos. Aquí se requiere precisar las tensiones, así como la posible subordinación de la agenda feminista a otras demandas. También el estudio detenido de casos y coyunturas concretas puede arrojar luz sobre el carácter específico de estos procesos.

Finalmente, y aunque menos desarrollado en este articulo, es necesario reconocer la influencia de la academia en la sustentación técnica de los discursos públicos y en la disputa política llevados a cabo por el movimiento de mujeres. Un ejemplo ilustrativo es la iniciativa del movimiento por iniciar proceso de documentación acerca de la violencia femicida, esto sin duda contribuyó a fortalecer las posiciones del movimiento en la disputa pública. No se debe perder de vista que muchas académicas son también militantes del movimiento o funcionarias de las ONG que intervienen en cuestiones de violencia de género. Sin embargo, se requiere una más exhaustiva investigación sobre las relaciones entre la academia, las ONG y el activismo en el caso ecuatoriano.

 

 


 

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[1] Algunas notas de la condición de fragilidad, sometimiento e indefensión de las mujeres quedaron registradas en las obras de Thompson y Wheeler; John Stuart Mill (2008); Flora Tristán; entre otros.

[2] Gayle Rubín (1986b: 104) lo redefine como sistema sexo- género, es decir, el conjunto de disposiciones por el cual la materia prima biológica del sexo y la procreación humana es conformada por la intervención humana y social y, satisfecha en una forma convencional por extrañas que sean algunas de sus convenciones. Por su parte, Minello (2002) considera que el patriarcado solo es atribuible a un momento histórico de la sociedad. 

[3] El momento político por el que atravesaba el CONOSUR pospone la cristalización del movimiento feminista y cualquier otro tipo de organización y participación social a la década de los ochenta.

[4] En marzo de 2015 el Comité de la CEDAW, instó al Estado ecuatoriano para que agilice la aprobación de un completo plan de acción nacional para la eliminación de la violencia contra las mujeres y establezca un presupuesto adecuado.  El comité viene reiterando esta observación desde el 2008.