Diálogo entre feminismo y
marxismo: Viejos y nuevos debates
en torno al sujeto político
Dialogue between
feminism and marxism: Old and new debates around the political subject
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Alicia
Rius Buitrago |
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Universidad Carlos
III – España |
Recibido: 24-02-2023
Aceptado: 27-05-2023
Resumen
El debate sobre las identidades y el sujeto político
feminista no es nuevo. Comprender que los avances de los feminismos se
construyen sobre tensiones y rupturas es necesario para construir alianzas que
nos permitan seguir avanzando en la agenda feminista. La epistemología marxista
y sus categorías de análisis se mostraron insuficientes para comprender las
opresiones específicas que vivían las mujeres. Asimismo, el sujeto político “mujer”
mostró sus limitaciones cuando se pusieron de relieve, dentro de él, todas las
posibles identidades a las que daba lugar. Desde entonces, las potencialidades
de la colectividad feminista han coexistido con el temor a dividir el sujeto
político. Este artículo pretende acercar los debates históricos para
reflexionar en torno a ellos sobre los nuevos y viejos desafíos.
Palabras clave: feminismo, marxismo, sujeto político
feminista, identidades.
Abstract
The debate on
identities and the feminist political subject is not new. Understanding that
the advances of feminisms are built on tensions and ruptures is necessary to
build alliances that allow us to continue advancing the feminist agenda.
Marxist epistemology and its categories of analysis proved insufficient to
understand the specific oppressions that women experienced. Likewise, the
political subject “woman” showed its limitations when all the possible
identities to which it gave rise were highlighted within it. Since then, the
potentialities of the feminist community have coexisted with the fear of
dividing the political subject. This article aims to bring the historical
debates closer to reflect on them on the new and old challenges.
Keywords: feminism, marxism, feminist political subject, identities.
1. Introducción
Este artículo parte del diálogo entre feminismo y marxismo
como modo de comprender por qué el análisis feminista superó las categorías de
la epistemología marxista y, con ello, ha conseguido avanzar en la definición
de las opresiones concretas que las mujeres experimentan. Durante la denominada
segunda ola del feminismo[1],
el pensamiento marxista tuvo una gran influencia en autoras que impulsaron las
nuevas corrientes feministas, así como en las propuestas surgidas de ellas.
Muchas han sido las pensadoras que parten del análisis material que nos
proporciona el marxismo, para superar posteriormente tanto sus categorías como
sus principios,
fundamentos y métodos con los que estudia la discriminación de las mujeres: desde
Kate Millet, Gayle Rubin o Simone de Beauvoir acerca
de la creación del concepto de género, pasando por Shulamith
Firestone o Juliet
Mitchell, en debate acerca del enemigo principal (capitalismo o patriarcado),
incluyendo a las autoras que realizan la crítica feminista a la ciencia y
proponen el Punto de Vista Feminista, como Sandra Harding
o Jane Flax, hasta llegar a la interseccionalidad del
sujeto mujer con autoras como Adrienne Rich y, más adelante, Donna Haraway o Teresa de Lauretis.
Resulta de actualidad este diálogo por el interés mostrado
por sus autoras en identificar el origen material de la explotación de las
mujeres. En la medida en que se avanza hacia una comprensión más profunda de la
discriminación, que permita desarticular el complejo entramado de dinámicas que
generan desigualdad, esta comprensión vendrá acompañada de cambios concretos
que transformen las condiciones de vida de las mujeres. Otro de los motivos que
ha suscitado el interés en esta relación viene derivado del compromiso que
tanto el marxismo como el feminismo tienen en la transformación de las
condiciones de vida de los sujetos y colectivos oprimidos.
Por último, como señala Nancy Fraser,
la tercera ola del feminismo se detuvo en tratar de comprender las identidades
que forman parte del sujeto político feminista. Comprensión, por otra parte,
que venía dada de las posiciones postmodernas en las que se enmarcaba
espaciotemporalmente la misma. Este debate, que resulta apasionante y muestra,
una vez más, la necesidad de conflicto en el seno del pensamiento crítico para
ser realmente inclusivo y transformador, puede asimismo mostrar su peligro en
cuanto a resultar demasiado descriptivo y poco propositivo en sentido político.
Los feminismos necesitan comprenderse a sí mismos para seguir avanzando como
movimiento académico, social y político, y para desplegar las múltiples
potencialidades que encierran de cara, no solo a definir, sino a transformar
las condiciones de opresión de las mujeres. En este sentido, la disyuntiva que
se nos plantea hoy (y que no es nueva en absoluto) es definirnos por el camino
de menor resistencia, asimilándonos al sujeto político neoliberal, o hacerlo
tratando de incluir las complejidades propias de este momento histórico. Y no
hacerlo solas; es necesario, como también sugiere Fraser
(2008) articular complicidades y estrategias con los diversos movimientos que
confluyen hacia un horizonte común de equidad, justicia eco-social y paz.
2. Relación y
diálogo entre marxismo y feminismo
“Hablamos de opciones, claro está, en un sentido metafórico,
ya que, en la medida en la que haya podido haber algún margen de opción
-cuestión sumamente compleja y difícil de determinar- se ha tratado de opciones
de determinadas clases sociales de determinadas sociedades y, en gran parte, de
individuos de determinado género dentro de esas clases, y no de “opciones” de
la especie” (Amorós, 1985: 216).
La definición del
sujeto a la que atiende este artículo toma su base del feminismo materialista,
considerando la clase social y el género cultural como categorías de partida, a
las que más adelante se van incorporando otras diferencias necesarias para
entender la importancia de las identidades situadas. Identificar las causas de
opresión de las mujeres constituye la base de cualquier hoja de ruta para
dirigirse a una sociedad justa, sin jerarquías ni exclusión por motivos de
género, clase, opción sexual, etnia o funcionalidad. A partir de aquí, haremos
referencia a algunos de los debates que se sostuvieron durante la segunda y
tercera olas del movimiento feminista, en la medida en que han sido útiles para
definir un sujeto de emancipación.
El feminismo materialista ha tratado de desarrollar de
manera radical –esto es, yendo a la raíz-, tanto en su forma de análisis como
en las diversas propuestas políticas que le han sucedido, el proyecto de
igualdad de oportunidades entre sexos. Sin embargo, la relación entre el
feminismo y el materialismo histórico (como modelo de conocimiento), así como
del feminismo con las medidas concretas puestas en marcha en la práctica
política por el socialismo y comunismo, no ha estado ni está exenta de
conflicto, en la teoría ni en la práctica. No obstante, el materialismo
histórico ofreció al feminismo un método que le ha permitido desarrollar
algunos de sus postulados cruciales.
La idea de que los sistemas de conocimiento no son
ideológicamente neutrales ya había sido desarrollada por el marxismo para el
conflicto de clases y es retomada por el feminismo para el conflicto de género
y también para las críticas que, desde el feminismo, se vierten sobre el
marxismo. Quizás esta frase de Heidi Hartmann (1979: 2) pueda dar cuenta de uno
de los aspectos principales de dicho conflicto: “El “matrimonio” entre marxismo
y feminismo ha sido como el matrimonio según el derecho consuetudinario inglés:
marxismo y feminismo son una sola cosa, y esta cosa es el marxismo”. Esta frase
da cuenta de cómo, hasta la segunda ola del feminismo, el marxismo había
subsumido en la lucha de clases todo interés propio de las mujeres en la lucha
por su propia emancipación.
Sin embargo, a pesar de esto, es crucial la sensibilidad que
el comunismo y el socialismo en su práctica, y en su bases y fundamentos,
mostraron hacia lo que se conoce como la cuestión femenina. En sus
escritos, tanto Marx como Engels, desde el inicio, compartieron la preocupación
sobre la situación de la mujer como problema derivado de la organización
social que el capitalismo ha impuesto. En un famoso fragmento del libro El
origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Engels (1884: 6)
señala la división del trabajo de la siguiente manera: “Según la teoría
materialista el factor decisivo de la historia es, a fin de cuentas, la
producción y reproducción de la vida inmediata. […] El orden social en el que
viven los hombres en una época o en un país dados, está condicionado por estas
dos especies de producción: por el grado de desarrollo del trabajo, por una
parte, y de la familia, de otro”.
La desigualdad, en su análisis, no se sitúa en la división
de estas esferas denominadas productiva y reproductiva, pues no se
sobreentiende que en ella haya roles asignados al sexo. El problema entre estas
tareas, ambas consideradas productivas, deriva de la organización que el
capitalismo establece, empezando por la división de esferas, privada y pública,
en que se desarrollarán a partir de entonces. Y también derivado de las
características que las familias adoptan a través de la organización social de
los Estados modernos, que confieren derechos al cabeza de familia y establecen
la patrilinealidad como modo de transmisión de
derechos.
Engels sitúa, en esta misma obra, la subordinación de las
mujeres como resultado de la propiedad privada. Tanto Marx como él consideran
que la propiedad privada, sumada al modo de producción capitalista y a la
construcción de la familia como unidad garante del orden social, mantienen la
desigualdad en las relaciones entre mujeres y hombres. Pero este problema es
una consecuencia derivada del problema fundamental: la desigualdad entre clases
sociales. Con anterioridad al capitalismo, argumentaban, las relaciones dadas
dentro de la familia eran de cooperación y armonía entre los miembros. La
institución familiar fundada con la creación del nuevo estado liberal, según
ellos, acompañada de sus mandatos (monogamia, doble moral, patrilinealidad)
y sometida completamente a la relación de propiedad, la cual establece la
división de espacios productivos, es la que dotaba al capitalismo de una
estructura social que fundamentó la desigualdad entre sexos. Engels había
escrito en 1844 La cuestión de la clase obrera en Inglaterra, donde
describe y muestra su preocupación por la salud de las mujeres, por sus
condiciones laborales e, incluso, por las agresiones sexuales por parte de los
propietarios de las fábricas hacia ellas, lo que a veces provocaba su renuncia
al empleo o la presión hacia el ejercicio de la prostitución. Asimismo, en
1845, en La Sagrada Familia, Marx y Engels escriben: “los progresos sociales y
los cambios de período se operan en razón directa del progreso de las mujeres
hacia la libertad, y las decadencias de orden social se operan en razón del
decrecimiento de la libertad de las mujeres... porque aquí, en la relación de
hombres y mujeres, del débil y el fuerte, la victoria de la naturaleza humana
sobre la brutalidad es más evidente” (Marx, Engels, 1845: 222).
Tanto el marxismo del siglo XIX como de principios del XX
tendió a subordinar la cuestión de la mujer a la revolución social,
entendiendo que la discriminación de las mujeres era una consecuencia de la
instauración del liberalismo capitalista, y que, al conseguir la igualdad de
clase, se conquistaría la igualdad entre los sexos. El análisis marxista se
centró en la dimensión social de la explotación de las mujeres, así como en la
constitución de la familia burguesa como esfera donde se articulaba esta
explotación.
A pesar de las consecuencias negativas que la implantación
del capitalismo tuvo para las mujeres, el proceso de industrialización hizo
prever a los teóricos marxistas que la participación de las mujeres en el
trabajo remunerado, a través de las fábricas, supondría la igualdad entre la
clase obrera. Marx estaba de acuerdo con que la incorporación de las mujeres a
la producción supondría un paso hacia el progreso de su participación social y
política.
Aunque el proceso de industrialización favoreció la
incorporación de las mujeres al ámbito productivo-salarial, también escindió
los espacios de producción-reproducción (fábrica-hogar), haciendo a las mujeres
vivir en el vaivén entre la producción y la reproducción. La división de
espacios que se derivó de la revolución industrial fragmentó el trabajo
realizado en los hogares -no importa si se trata de productivo o reproductivo-
y el trabajo gremial. Del primero, las mujeres continuaron siendo las
principales responsables, mientras que en el segundo se instauró,
paulatinamente, una distinción de tareas y de sectores en los que se
encontraban las mujeres, caracterizados por la inferioridad de prestigio social
y las peores condiciones laborales con respecto a los trabajos realizados por
hombres. El proceso de industrialización no sólo afectó a las esferas donde se
realizaban las distintas tareas, sino a la concepción en sí del trabajo. Debido
a la división entre hogar y fábrica, acompañada de la división sexual del
trabajo, da comienzo la concepción de trabajo como aquellas tareas que
se realizan en el ámbito público a cambio de un salario, lo que excluye
(principalmente) a las mujeres de la esfera de la producción social
legitimada.
A partir de este momento, tanto el capitalismo como el
marxismo ponen el foco de atención en esta esfera remunerada de tareas. Este es
uno de los puntos en que el marxismo clásico muestra su limitación de análisis
hacia las demandas feministas posteriores. El análisis clásico marxista se
mostró ciego a la productividad de los hogares, en sentido literal, a pesar de
la dependencia que el capitalismo tiene de ellos. Tampoco estableció relación
entre lo público y monetizado, y lo privado y no monetizado. Más adelante, en
cambio, la revisión feminista del marxismo centrará su análisis en la
importancia que el trabajo reproductivo tiene en la esfera productiva, así como
en un cambio de paradigma centrado en la sostenibilidad de la vida.
3. División sexual
del trabajo como origen material de la discriminación de las mujeres
En los círculos radicales marxistas de los años 60 las
personas que participaban, en su mayoría hombres, continuaban con la visión de
que definir la desigualdad que afectaba a las mujeres era de interés mucho
menor al esfuerzo de definir la desigualdad derivada de la clase.
Tras la consecución del acceso de las mujeres al voto -una
de las principales reivindicaciones surgidas del movimiento feminista a escala
internacional- y los cambios que trajo consigo, se produjo una aparente calma
en el movimiento feminista. La consecución de este derecho supuso la apariencia
de una sociedad legalmente casi-igualitaria (De Miguel, 2002).
Ante esta apariencia de tranquilidad, que poco más tarde
desembocaría en la irrupción de una nueva ola feminista, Silvia Federici recuerda que los primeros síntomas de malestar en
Estados Unidos se detectaron en las voces de las mujeres negras, quienes
empezaron a manifestar el descontento frente a su rol de trabajadoras no
asalariadas (Federici, 2013). Aunque gran parte de
los textos que hacen referencia a esta época dan cuenta del superventas The Feminine Mystique (1963) de la autora norteamericana
Betty Friedan, como origen del “malestar que no tiene
nombre”, fueron las welfare mothers (madres dependientes de subsidios), mujeres que
recibían ayudas por hijos dependientes a su cargo, quienes mostraron su
malestar ante la vulnerabilidad a la que se enfrentaban. Estas mujeres señalaron
la animadversión que existía contra ellas por solicitar ayudas para realizar un
trabajo de cuidados, mientras eran concebidas como parásitos sociales. Aunque
la lucha de las welfare mothers
fue de la mano del movimiento por los derechos civiles y políticos de las
minorías afrodescendientes en Estados Unidos, y se consideró, dentro de este,
minoritario, consiguió dar voz a algunas de las paradojas a las que se
enfrentaban las amas de casa racializadas, tales como el hecho de que se
pagara un salario superior a las personas que cuidaban de otras criaturas
frente a las que cuidaban de las suyas propias o que no se reconociera el valor
del trabajo de cuidados y se estigmatizara a quienes lo desempeñaban en peores
condiciones. Tanto los artículos surgidos al respecto como el movimiento de
mujeres en este momento dan cuenta de que la familia está dejando de ser
considerada un espacio de consumo y pasa en cambio a ser percibida como un
espacio de producción por el análisis feminista.
En este momento, el temor a que la lucha de las mujeres
dividiera la lucha de clases empezó a ser interpretado como la resistencia,
mostrada por parte de los varones, a reconocer que sus prácticas y creencias
concretas también reproducen opresión y explotación sobre sus pares, las
mujeres. O, dicho con otras palabras, empieza a no darse por supuesto que
quienes luchan por la emancipación de la clase obrera, incluyan en ella, en
igualdad de condiciones, a las mujeres. En palabras de Auguste Bebel, creer que todos los socialistas son emancipadores de
la mujer supone un error; los hay para quienes la mujer emancipada es tan
antipática como el socialismo para los capitalistas (Bebel,
1980 [1883]).
El hecho de que la exclusión de las mujeres no fuera un
fenómeno exclusivo del capitalismo, sino que formara parte de una dialéctica
más amplia de poder, empezó a ser señalado por diversas autoras. También se
tradujo en tensiones dentro de los partidos y corrientes marxistas. Como
señalaron Federici y Cox (1974: 1), “en el nombre de
la “lucha de clases” y del “interés unitario de la clase trabajadora”, la
izquierda siempre ha seleccionado a determinados sectores de la clase obrera
como sujetos revolucionarios y ha condenado a otros a un rol meramente
solidario en las luchas que estos sectores llevaban a cabo”.
Sin embargo, no es extraño que a través del método de
análisis marxista se desarrollaran, en la segunda ola del feminismo, muchas
perspectivas que permitieron un marco de reflexión sobre el origen y las
consecuencias de la explotación de las mujeres. El marxismo, como teoría,
permite la comprensión del desarrollo de la sociedad clasista, del proceso de
acumulación en las sociedades capitalistas, de la reproducción de algunos
mecanismos de dominación/ sumisión y de las tensiones inherentes a este
sistema, de sus contradicciones y luchas. Ofrece, por tanto, una epistemología
adecuada en principio para incorporar los conflictos de género. Como señala Rubin en sus primeros textos (1975: 38), “no hay ninguna
teoría en la historia que explique la opresión de las mujeres –en su infinita
variedad y monótona similitud, a través de las culturas y en toda la historia-
con nada semejante a la fuerza explicatoria de la
teoría marxista a la opresión de clase. Por eso no es nada sorprendente que
haya habido muchos intentos de aplicar el análisis marxista a la cuestión de
las mujeres”.
A partir de los años 70, comenzaron a formularse los
conceptos de género y patriarcado dentro de los movimientos de mujeres, así
como en el seno de diversas corrientes feministas, y se planteó la relación de
este sistema de género con el capitalismo. El concepto ‘clase obrera’ perdió
fuerza, al referirse a una agrupación intergenérica
que no daba fe de la realidad de la discriminación de las mujeres, al tiempo
que la adquirió el de ‘mujeres’ (a pesar de que no remite a un sujeto unitario
sino a un grupo interracial, interclasista y con múltiples diversidades como se
desvelará más adelante).
Diversas teorías convergentes elaboraron su definición de lo
que se conoce como sistema patriarcal: la desigualdad entre mujeres y hombres
se ha construido en base a narraciones culturales acerca de lo que conlleva “ser
mujer”. Estas narraciones tuvieron implicaciones en distintos campos, como la
asignación cultural que se da al hecho biológico de nacer mujer u hombre, en
las esferas políticas, sociales y psicológicas (Beauvoir,
1949); la sexualidad como mecanismo de opresión en todos los ámbitos (Millet, 1969; Firestone, 1973; Rubin, 1975); o el modelo de trabajo (Delphy,
1970; Dalla Costa, 1972).
A finales de la década de los setenta y principios de los
ochenta, se dio una búsqueda del origen material de la explotación de las
mujeres que centró su atención en la división sexual del trabajo. Atraídas por
el método materialista de la historia, que supo captar la explotación de la
clase trabajadora a través del trabajo asalariado, las feministas trataron de
definir a través de qué prácticas se extrae la plusvalía femenina, tanto en el
plano material como simbólico. Para el materialismo histórico una idea
fundamental consiste en la transformación del mundo a través del trabajo. Sobre
todo, en las sociedades con un modo de producción capitalista, las y los
trabajadores enajenan y alienan su trabajo, el cual se convierte en mercancía
que se compra y se vende. Para el materialismo, entender estos métodos de
producción y las relaciones que los determinan, es entender las sociedades. El
método materialista ofrecía por tanto una posibilidad sumamente útil, que
consiste en un proceso de doble vía: los cambios en las condiciones materiales
derivan en cambios históricos, así como el mundo material y lo que hacen los
seres humanos con él tiene la capacidad de explicar las sociedades. Las demás
actividades humanas y los productos generados por ellas -constituciones de los
Estados, leyes, obras culturales-, son extensiones de los modos de producción.
El materialismo, por tanto, es un método para entender la naturaleza humana en
su relación concreta con el mundo y los cambios que tienen lugar en este. Estos
cambios son de naturaleza dialéctica en el sentido de que en las sociedades se
producen conflictos que se resuelven por medio de transformaciones
estructurales. La dialéctica en este caso no es sin embargo una dialéctica
hegeliana, que conciba el espíritu como principio de la realidad; la dialéctica
materialista emancipa y establece la primacía de la materia sobre las ideas y
el mundo espiritual. En su modo de análisis, las ideas tienen un origen
material. El materialismo dialéctico supera la visión dualista de materia y
espíritu y establece las relaciones humanas como fuente para mediar entre estas
dos realidades.
Desde este punto de vista, que trata de captar el origen de
la desigualdad en el mundo material, el debate sobre el trabajo doméstico que
llevaron a cabo feministas socialistas de procedencia italiana, inglesa y
norteamericana, principalmente, cuestionó el modo habitual de abordar la
opresión de las mujeres por parte de la tradición marxista y socialista.
Principalmente, estas autoras señalaron que la teoría del valor no tomaba en
consideración el valor del trabajo de reproducción y cuidados. En 1970, el
artículo publicado por Margaret Benston, “La economía
política de la liberación de las mujeres”, revela que el trabajo
realizado por las mujeres en las casas es “productivo” en el sentido marxista.
El hilo argumental del artículo es que sin este trabajo las y los trabajadores
no podrían reproducirse, y sin fuerza de trabajo el capital no se produce. Esto
supone la idea principal que defiende, a partir de ahora, que el trabajo
doméstico sostiene al capitalismo y, por tanto, es otra categoría más de
trabajo productivo.
Mariarosa Dalla Costa y
Selma James (1972) defienden esta idea, pues el trabajo reproductivo produce la
mercancía ‘fuerza de trabajo’ que es esencial para el sistema. Se concentran en
la posición de la mujer de clase obrera para confirmar que el papel del
ama de casa de clase obrera, el cual ha sido indispensable para la producción
capitalista, es el determinante para la posición de todas las demás mujeres.
Todo análisis de las mujeres como una casta debe partir del análisis de las
mujeres de la clase obrera. Entre sus muchas propuestas, está la de deshacer la
distinción entre esferas “privadas” y “públicas” o “reproductivas” y “productivas”,
y pensar en formas de huelga de trabajo o de pago de este. Gracias a la campaña
“Salarios para las amas de casa”, impulsada internacionalmente, se produjo un
intenso debate que refleja, en sus consecuencias, algunas de las rupturas que
empiezan a surgir entre los movimientos autónomos de mujeres y los partidos de
izquierda. Este debate puso de manifiesto dos hechos a un tiempo. Uno, que la
división sexual del trabajo, que confinaba a las mujeres al trabajo doméstico y
al ámbito de lo privado, creaba las condiciones materiales de vida para su
explotación. Dos, las limitaciones que el análisis marxista mostraba en torno a
las categorías de trabajo, en general, y a las causas de la explotación de las
mujeres, en particular.
El marxismo reconoce que los salarios son la base de la
explotación de la clase obrera, pero la auténtica brecha está entre quienes los
tienen y quienes no los tienen (Federici, 1975).
Además, la teoría del valor marxista no tiene en consideración que el trabajo
reproductivo es necesario para el “valor fuerza de trabajo”. La teoría del
valor de Marx argumenta que lo que la persona trabajadora vende, a través de un
contrato, es su capacidad para trabajar o “fuerza de trabajo”, y no su trabajo
en sí. El salario paga el valor que cuesta reproducir esta fuerza de trabajo.
Este valor “fuerza de trabajo” es siempre inferior a las mercancías que
produce, en unidad de tiempo, ya que la diferencia entre el salario de la
persona trabajadora y las mercancías que produce es lo que genera la plusvalía
que se obtiene. Esto constituye la base del beneficio capitalista. Pero, en
este punto concreto, la teoría marxista pone la atención en el valor del
trabajo -masculino o femenino- de producir mercancías, y deja en un punto ciego
el trabajo -básicamente femenino- de reproducir la fuerza de trabajo. Se
produce la identificación de trabajo con trabajo asalariado,
dejando fuera de la categoría trabajo el que se realiza dentro de los
hogares.
Primero Benston (1970) y luego
Dalla Costa y James (1972), abrieron el camino para una reinterpretación de la
historia del capitalismo y de la lucha de clases desde un punto de vista
feminista, que dará lugar a una campaña que exige medidas políticas para
superar la discriminación de las mujeres, tales como dotarlas de recursos
propios (salarios) que contribuyan a reconocer y remunerar los trabajos
realizados por estas para el desarrollo de las sociedades.
De la propuesta de salarios surgen posturas
enfrentadas en el seno del feminismo. Por una parte, en el propio feminismo
socialista existe un sector de mujeres que confía en que reconocer salarios al
trabajo doméstico hará que se rompa la brecha entre trabajo productivo y
reproductivo (Federici y Cox, 1974). Por otra, hay
quienes ven en lo doméstico un trabajo alienado y sospechan que retribuirlo
confinará a las mujeres en él, y no equiparará las condiciones entre trabajo
fuera y dentro del hogar.
Además, las tensiones entre autónomas y políticas se hacen
evidentes en el debate que trata de desentrañar cuál es la relación entre
capitalismo y patriarcado o, dicho de otra manera, quién es el enemigo
principal (término usado por Christine Delphy,
1970, para definirlo). Por enemigo principal se entiende el beneficiario último
de las ventajas del trabajo doméstico. En torno a este debate surgen diversas
posturas.
Christine Delphy elabora una
teoría detallada del contrato matrimonial en el que explica que la mujer entra,
a un tiempo, en una posición de dependencia y en una relación de producción con
el marido que, sea como sea esta relación, no cambia la posición que la mujer
ocupa dentro de ella. Delphy señaló una cuestión que
sigue siendo fundamental en el abordaje que se hace, desde las políticas
públicas, a la desigualdad de las mujeres, y está en relación con la adscripción
de la mujer a la clase social del marido, como si ella detentara esa posición
con independencia del vínculo que tiene con él. Esta asimilación de la mujer a
la posición social que ocupa el marido enmascara la vulnerabilidad real en la
que se encuentran muchas mujeres, supuestamente de “clase media” pero sin
ingresos reales ni recursos propios, lo
que Amaia Pérez Orozco (2014) denominará más adelante “la pobreza oculta de la
dependencia”.
Frente a estas tesis, el feminismo radical, aunque sitúa el
origen de la explotación de las mujeres en el hogar, amplia el foco al plantear
que transformar las estructuras va directamente ligado a la necesidad de
transformarse a una misma, estableciendo un vínculo entre lo individual y lo
social, lo personal y lo político. Como señala Kate Millet
(1970) no hay que olvidar que modificar cualitativamente el modo de vida,
equivale a transformar la personalidad, lo cual supone una liberación de la
humanidad respecto de la tiranía ejercida por las castas económicas, raciales y
sexuales, y por la adecuación a los estereotipos de naturaleza sexual.
Para el feminismo radical no habrá cambio social sin una
revolución cultural que lo preceda. El origen de la discriminación no se
encuentra sólo en las relaciones materiales en las que entramos los seres
humanos, sino en dispositivos culturales, creencias y todo tipo de
construcciones simbólicas que tratan de explicar el mundo. Sin suponer en
ningún caso una concepción determinista de la historia, que nos configuraría
como seres biológicos, predestinados a ser diferentes, tampoco es
exclusivamente materialista. Algunas feministas radicales, en un intento de
desvincularse de la dialéctica marxista, se sienten atraídas por el
psicoanálisis, por la construcción afectiva y subjetiva del mundo, y no sólo
por las relaciones de producción.
El patriarcado no es solamente una estructura psíquica, sino
social y económica (Hartmann, 1979). La ideología sexista, afirma la autora,
apuntala el capitalismo ya que el patriarcado concede al capitalismo una forma
de organización social de la que éste carece, pero que le resulta especialmente
útil. Podemos distinguir entre dos sistemas entrecruzados: el sistema
capitalista, basado en la explotación de la fuerza de trabajo ajena, la
extracción de plusvalía en beneficio del capital, y el sistema patriarcal, que
coloca a las mujeres y a otros sujetos subalternos en una posición de
subordinación y dependencia de los varones, les asigna el trabajo no pagado y
crea con ello una ventaja para la apropiación capitalista y un privilegio para
el varón en concreto.
Anna G. Jónnasdótir elabora una
teoría que denomina “teoría de los sistemas duales relativos”. En su opinión,
los análisis del patriarcado contemporáneo han llegado a un punto sin salida en
relación con el capitalismo contemporáneo. En sociedades democráticas
avanzadas, donde la igualdad está reconocida de manera formal, no se puede
situar la explotación de las mujeres en las condiciones económicas de las
mismas. Jónnasdótir (1993). propone
la idea de que el amor, organizado socialmente (amor como práctica
socio-sexual), cubre una “fisura potencial” existente en la concepción
materialista de la historia. La autora asume la sexualidad y el amor, en vez de
la economía y el trabajo, como origen material de la explotación actual de las
mujeres. Los hombres, señala, pueden apropiarse continuamente de la fuerza
vital y de la capacidad de las mujeres en una medida significativamente mayor
de la que devuelven. De esta manera, establece el símil de que, si el capital es
la acumulación de trabajo alienado, la autoridad masculina es la acumulación de
amor alienado Esta definición de lo que supone la relación entre capitalismo y
patriarcado es lo que Carmen Magallón, denomina “plusvalía
emocional de las mujeres” (Magallón, 1990). La
explotación emocional de las mujeres, realizada en beneficio de los hombres,
equivaldría a la explotación económica de las mismas, realizada en beneficio
del capitalismo.
4. Puntos de
encuentro en el feminismo socialista: problemas planteados y derivas feministas
A pesar de las diversas tensiones entre marxismo y
feminismo, existen algunas premisas compartidas, expuestas por Milagros Rivera
(1994).
La primera hace referencia a que las causas últimas de la
opresión de las mujeres son materiales y no ideológicas y se concretan en las
relaciones de producción y reproducción en que entramos las mujeres. Por tanto,
el patriarcado no es sólo un sistema ideológico ni psicológico (como defenderán
algunas autoras del feminismo radical), aunque afecte a estos dos niveles, sino
un sistema que crea y re-crea, de distintas maneras, en cada momento social, la
vida material, define lo que tiene valor, y construye mecanismos para designar
quién controla y cómo se controla esa vida material.
La segunda se centra en que la experiencia histórica de las
mujeres ha estado marcada por desigualdades estructurales, por explotaciones
específicas con formas y contenidos que varían en las distintas épocas. Estas
relaciones asimétricas son denominadas explotación, y no subordinación
ni exclusión. Esta premisa ha llevado a considerar a algunas feministas
materialistas que las mujeres constituyen una especie de clase social aparte,
una clase en función de la expropiación organizada de la sexualidad femenina (Mackinnon, 1982; Falcón, 1981; Rodrigáñez,
1996), o una clase social y económica explotada por los hombres en virtud de su
posición en el trabajo doméstico, la sexualidad y la reproducción (Firestone, 1989; Jónnasdótir,
1993).
La tercera es lo que Rivera denomina la “precariedad del
estatuto de originalidad de la experiencia personal”. Tanto el materialismo, en
su interés por el sujeto colectivo, como el postmodernismo, en su interés por
la política de los discursos, ponen en segundo orden de prioridades la
importancia del sujeto. El feminismo materialista entiende que la experiencia
individual de ser mujer está condicionada social y económicamente. Algunas
autoras, por ejemplo, han destacado la necesidad del estatuto de originalidad y
singularidad de cada mujer dentro del colectivo “mujeres”. Esta falta de
individualidad a la que Celia Amorós se refiere hablando de “las idénticas” es
lo que hace entrar en crisis a distintas corrientes del feminismo (Amorós,
1987). Se hace necesario definir, más allá de ser mujer, las diferencias que
existen dentro de este sujeto colectivo, así como la necesidad de otorgar
derechos individuales a las otras categorías que interseccionan con la de
género en cada mujer concreta. El feminismo socialista contemporáneo trata
de integrar tanto el discurso de clase como los aportes del feminismo radical
para combinar la dimensión materialista, global y estructural del análisis
marxista con la reivindicación de la individualidad que incluyen los feminismos
contemporáneos.
Del diálogo entre feminismo y marxismo a partir de los años
setenta se extrae, posteriormente, una epistemología propia de análisis
feminista: la teoría del punto de vista situado. El feminismo radical, que se
inicia desde posturas cercanas al marxismo, se desvincula como corriente de él,
intentando adoptar tanto una epistemología propia como un abordaje del
patriarcado distinto, no sólo desde las relaciones de producción y reproducción
en las que entramos hombres y mujeres, sino desde todo un sistema de relaciones
humanas en el que entran, de manera especial, los niveles afectivo, sexual,
explicativo, descriptivo y valorativo de la realidad.
En este cambio de postura resulta especialmente relevante la
crítica al sujeto por parte del posmodernismo y la dialéctica que eso genera
dentro del feminismo. La llegada de la tercera ola coincide, en el tiempo, con
el desarrollo de las teorías postmodernas del sujeto. Muchos colectivos de
mujeres lesbianas, negras, chicanas, etc. tensionan el movimiento feminista de
corte más liberal señalando en él un sesgo en su delimitación del sujeto
político: un sujeto invariablemente constituido por mujeres burguesas, blancas
y heterosexuales. Tal y como Judith Butler (1993) señala, toda reificación de
un sujeto político es normativa y, como tal, genera exclusiones. Las teorías
postmodernas del sujeto abogan, en consonancia con las teorizaciones de Butler,
por un sujeto fragmentario, precario e inestable. Desde las filas del
movimiento feminista anterior esto genera, sin embargo, dudas y malestar.
Autoras como Seyla Benhabib
(1995) lo concretan en el peligro de que, mientras la teoría feminista
contemporánea actúa desde una concepción del sujeto como construcción
constituida por la lucha y el conflicto de identidades que compiten entre sí,
la actual política del estado de bienestar redistribucionista
fomenta el enfrentamiento entre grupos, incluso el solapamiento de sus
miembros, por un conjunto de recursos escasos.
La segunda ola de feminismo percibía la diferencia como diferencia
sexual entre hombres y mujeres, de lo que se derivaba una desigualdad social
construida a través de dispositivos, tanto capitalistas como patriarcales, que
jerarquizaban estas diferencias, otorgándoles valoraciones asimétricas. Era en
base a la diferencia, por tanto, sobre lo que se construye la desigualdad, y de
ahí la exclusión. Estos dispositivos consistían en mecanismos muy simples de
oposiciones binarias: hombre/mujer, público/doméstico, productivo/reproductivo.
Sin embargo, este binarismo fue mostrando sus limitaciones como marco
descriptivo al tratar de incluir en su análisis realidades diversas. La
diferencia mujer-hombre dejó de ser considerada como la categoría central de la
desigualdad, poniéndose de manifiesto los cruces que existían entre otras
variables sociológicas y que incidían en cómo se percibe cada una como sujeto
sexuado (y generado). Como señala Teresa De Lauretis
(2000: 158) “¿por qué será a veces tan difícil entenderse sobre lo que puede
constituir un proyecto político común?”. A lo largo de los artículos compilados
en este texto, De Lauretis concluye que son
precisamente las diferencias internas a cada una de nosotras, si tomamos
conciencia de ellas, si las admitimos y las aceptamos, las que nos permiten
entender y aceptar las diferencias en cada mujer y así, perseguir un proyecto
político común de conocimiento e intervención en el mundo. En este sentido,
revalorizar las diferencias y dejar de pensarlas como obstáculo para
entenderlas como estímulo personal y político, es la estrategia por la que pasa
la politización del sujeto político feminista.
En un primer momento se trató de aglutinar en torno a la política
de la identidad las voces de mujeres periféricas. El concepto ‘política de
identidad’ surgió en 1977 del Combahee River Collective, un grupo de
mujeres feministas negras. Este colectivo, inscrito dentro de una corriente
marxista negra, reivindicaba su propia identidad y desafió por primera vez el
esencialismo de aquella definida como norma, la de la mujer blanca.
Adrienne Rich encuentra la razón de esta política en la necesidad
pretérita de visibilización del sujeto unitario mujer, con intereses comunes,
concediendo autoridad a la experiencia de las mujeres como aquello que se ha
minusvalorado, distorsionado, destruido (Rich, 2005).
La base del feminismo construido sobre el binomio igualdad-diferencia había
sido necesaria en las luchas anteriores, pero ahora tenía que reconsiderar su
falsa oposición, su necesaria complementariedad y el desafío de un nuevo
escenario.
La experiencia de ser mujer pasa a ser percibida como un
relato de experiencias múltiples, y el género como una categoría sobre la que
se reescriben otras, situándonos en nuestra variada geografía corporal y vital.
Las experiencias están, por tanto, mediatizadas por nuestra propia
localización. La teoría de la localización implica un reconocimiento de las
múltiples diferencias que existen entre las mujeres.
Con el paso de los años 80 a los 90 asistimos al inicio de
la tercera ola del feminismo, que pone de relieve que no existe un único modelo
de mujer. Se desarrolla un debate general, que amplía y profundiza el concepto
de género, impulsado por textos teóricos importantes como La tecnología del
género, de Teresa De Lauretis (1989); El
género en disputa, de Judith Butler (1990), o Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza, de Donna Haraway (1995). Los
conceptos de género como tecnología y como acto performativo,
desarrollados a través de los dos primeros textos, o la reflexión sobre el
sujeto como cyborg, en el tercero, permite
superar los análisis anteriores, concentrados en el sistema sexo-género de la
primera Gayle Rubin, y
articular el debate en torno al feminismo como una teoría general de la
sociedad, donde entran en juego dimensiones de subjetividad, componentes de
producción cultural (el cine como narración, por ejemplo) y experiencias
concretas y encarnadas. La mujer deja de ser un sujeto identitario para
pasar a ser un sujeto múltiple y en constante construcción, una visión que implica
concebirse a una misma a través de representaciones culturales concretas, en
diálogo con las contradicciones y las experiencias propias como la raza, la
opción sexual y la religión.
Por otra parte, el género deja de limitarse a un binarismo
sexual -hombre en oposición a mujer-, y tanto los roles sexuales como la
identificación genérica amplían su marco, no solo al sexo biológico sino al
ámbito de producción y reproducción social, a la estructura económica, la
ideología, la tecnología, los artificios y todo aquello que influye en la
creación de las identidades.
Este nuevo giro del feminismo va más allá del binarismo en
que se sitúa el feminismo radical y socialista, aunque mantiene conexiones,
sobre todo a nivel ideológico, con el marxismo. Haraway,
en el prefacio de su libro (1995) se reconoce socialista y en el “Manifiesto
para cyborgs” se identifica con el grupo de los
oprimidos, con un propósito revolucionario. Para esa categoría de oprimidos
tiene reservada una acepción mucho más amplia que la de “mujeres” o “desposeídos
de los medios de producción”. En un capitalismo heteropatriarcal y racista, los
desposeídos son todas aquellas personas que, desde los discursos oficiales
acerca del poder y sus rasgos, son definidas como los otros. Sostiene
que Marx y Engels nos proporcionan elementos teóricos decisivos para politizar
y elaborar el concepto (género), pero también ofrecen límites.
Aparece una concepción de la sexualidad
como dispositivo biopolítico de poder/ saber, desde
el que se dan multitud de construcciones subjetivas y se articulan dinámicas de
sujeción/ resistencia. Por ejemplo, Judith Butler aboga por una política que
quiere dar legitimidad a cuerpos abyectos, excluidos del ámbito social -es
decir, homosexuales, bisexuales y transexuales-, y transformarlos en cuerpos
que cuentan, cuerpos reconocidos socialmente como “vidas preciosas y dignas de
apoyo” (Butler, 2002).
Estos planteamientos cuestionan si puede haber un punto de
vista epistemológicamente feminista cuando cada vez más mujeres hacen suyas identidades
fragmentarias. La insistencia en estas identidades situadas y complejas
señala la importancia de las diferencias en la política de las mujeres,
diferencias que parecían diluidas en el punto de vista feminista. Como
señala Harding, “podemos resumir provisionalmente los
resultados diciendo que las tensiones que reprimimos, ocultamos y pasamos por
alto durante mucho tiempo son las peligrosas” (Harding,
1996).
Al fragmentarse la identidad del sujeto y, en consecuencia,
las unidades identitarias políticas, la revolución social debe ser repensada...
¿Desde dónde se articularán ahora las luchas? Gayartri
Chakravorti Spivac (1998)
sugiere el concepto de “esencialismo estratégico” como una forma de cohesionar
un sujeto mujeres con fines de articulación política, que permita
avanzar dentro del programa feminista. Se trata de una identidad coyuntural,
contingente y construida con un propósito común, que posibilita formular
demandas y hacer a las mujeres no solo receptoras de sus resultados, sino
agentes activos de lucha política.
De este modo, la teoría del punto de vista feminista seguirá
constituyendo una perspectiva válida, quedando condicionada esa validez, eso
sí, a que su perspectiva esté situada y localizada; a que recoja de forma
efectiva la realidad de la diferencia, de la rica y diversa
heterogeneidad dentro del sujeto mujer. Y al mismo tiempo, la inclusión
de la pluralidad dentro de la concepción del sujeto político no debería
impedir, de acuerdo con Spivac, la formulación de
demandas y reivindicaciones fuertes y concretas.
5. A modo de
reflexión final
El sujeto político
del feminismo se emancipó en los años 70 de la epistemología marxista, creando
una forma de comprender y analizar el mundo propia y que, a partir de ahí, se
negaría a relegarse a un segundo plano de cualquier otro interés político que no
fuera de género. El desafío que tenía por delante a partir de ese momento era
definir el sujeto político mujer, y establecer en torno a él sus propios ejes y
demandas políticas. Pero esta definición no ha sido fácil, sobre todo cuando se
trata de aprehender ese sujeto político, conectado con otros ejes de opresión y
resistencia. El sujeto político feminista es un sujeto fragmentado e
interseccional que desde finales del siglo XX no ha hecho más que mostrar sus
complejidades. Más allá del esfuerzo por definirse a sí mismo, tan propio como
decíamos del análisis postmoderno, comprende el interés por articular una serie
de demandas políticas, bien definidas, que permitan seguir avanzando en la
agenda pública hacia la equidad.
Para quienes
creemos que el feminismo, además de una forma de análisis científica, que
arroja datos necesarios para comprender donde se sitúan los ejes de opresión,
tiene vocación de articulación política para responder a los mismos, la
pregunta gira en torno a cómo se pueden integrar las diferencias en demandas
políticas concretas que respondan a intereses situados cada vez más complejos y
localizados. Esta no es una cuestión que afecte solo al movimiento feminista.
En un mundo globalizado en lo tecnológico y económico, y afectado por problemas
sistémicos crecientes como el cambio climático, mediado por las desiguales
relaciones de producción Sur-Norte, se hacen necesarias propuestas cada vez más
locales y situadas para identificar problemas y darles respuesta. En este
sentido, el desafío consiste en tratar de “enlazar miradas”, capaces de
aglutinar esas diversas realidades. Los movimientos de emancipación,
especialmente los feministas, atraviesan hoy otro complejo reto y es responder
al avance de una ultraderecha, a nivel nacional e internacional, que trata de
negar los derechos de las mujeres y la diversidad sexual. Pero cuenta con una
potencialidad añadida, y es la presencia cada vez más fuerte en los análisis
sociales, los medios de comunicación, los debates políticos y las calles. Mantener
el pulso a esta sensibilidad social creciente hacia el feminismo, y responder a
las embestidas ante el avance de derechos de las mujeres, transcurren paralelos
en este momento.
A lo largo de este
trabajo se ha demostrado que el conflicto, las tensiones y el desbordamiento de
miradas ha sido un eje constante en la historia de los feminismos de corte
crítico y anticapitalista, y ha de seguir siéndolo si pretende responder a
intereses de clase, de género, de raza y de identidades y diversidades
múltiples. En este contexto, ser capaces de construir ese sujeto
político-feminista múltiple y diverso, pero con capacidad para construir una
alternativa al neoliberalismo y a la reacción patriarcal es el reto. Un reto al que acompañan múltiples cuestiones
tales como ¿Qué hacer para no reproducir las luchas de poder patriarcal en el
seno del feminismo? ¿Cómo convertir el matrimonio fallido entre el marxismo y
el feminismo en una unión libre sin ataduras, pero con un proyecto común para
superar el capitalismo y el patriarcado?
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[1] La segunda ola feminista se sitúa desde la
referencia de los estudios feministas anglosajones entre principios
de la década de 1960 hasta finales de la década de los 80 coincidiendo con el
inicio del Movimiento de Liberación de las Mujeres en Estados
Unidos. Según esta referencia, mientras la primera ola del
feminismo anglosajón se enfocaba principalmente en la superación de los
obstáculos legales (de jure) a la igualdad (sufragio
femenino, derechos de propiedad, etc.) en la segunda ola del
feminismo en Estados Unidos o Francia, las reivindicaciones se centraban en la desigualdad no-oficial (de
facto), la sexualidad, la familia, el trabajo y el derecho
al aborto.