“Si no está penado, no es grave”: el papel socializador

de la pena a los prostituidores de mujeres

 

“No penalty, no relevance”: the socializing role of punishment for prostitution demanding men

 

 

 

Ana Diego Cobo

a.diego.2023@alumnos.urjc.es

Universidad Rey Juan Carlos - España

 

 

 

Recibido:   15-03-2024

Aceptado:  28-05-2024

 

 

 

Resumen

En el marco de la lucha por la erradicación de la violencia contra las mujeres, la prostitución, como escuela y fuente de desigualdad, figura en la agenda feminista como un asunto prioritario. Tras realizar una exploración de la ideología naturalizadora que subyace tras la institución de la prostitución y de los diferentes marcos teórico-legales en su abordaje, el presente artículo tiene por objeto el estudio de su demanda como parte de la socialización masculina. Y, en especial, del papel socializador que, tal como se defiende desde el modelo abolicionista -tradición feminista en la que se inscribe este trabajo-, podría llegar a cumplir la pena a los prostituidores de mujeres.

Palabras clave: prostitución, consumo, derecho, pena, socialización, abolicionismo.

 

 

Abstract

Within the fight to eradicate violence against women, prostitution appears on the feminist agenda as a priority issue, being it, as it is, a school and source of inequality. The purpose of this articleafter exploring the naturalizer ideology that underlies the institution of prostitution, as well as the different theoretical-legal frameworks in its approachis to study its demand as part of male socialization. More specifically, this article aims to highlight the socializing role of the penalty for female prostitution consumers, as it is claimed by the abolitionist model.

Keywords: prostitution, consume, law, penalty, socialization, abolitionism.

 

 

1. Introducción

 

 

Tanto en el pasado como en el presente, lo relativo al sexo y las relaciones sexuales ha estado y está, en todas las sociedades, sometido a una serie de normas fijadas por el poder y el saber de acuerdo con el dispositivo de sexualidad (Foucault, 2019). Ocurre, sin embargo, que, tal como ha puesto de manifiesto la teoría feminista, esas normas han sido siempre y son aún hoy dobles; es decir, diferentes para hombres y mujeres (Puleo, 1995). Este hecho, como señala De Miguel (2021), es el que ha configurado la fuerte y evidente doble verdad conocida como doble moral sexual.

La doble moral sexual es un mecanismo al servicio de la ideología patriarcal –o del dominio sexual, como dijera Millett (2017)–, a través del cual se defiende que lo que es bueno para los hombres es malo para las mujeres y al revés (De Miguel, 2021). Históricamente, su materialización se ha reflejado en el hecho de que los hombres han gozado de una mayor libertad sexual que las mujeres. Y hoy, que, lejos de desaparecer, mantiene saludablemente su vigencia, la doble moral sexual se produce y reproduce de manera más sutil –aunque no por ello menos relevante– de la mano del neoliberalismo y a través de, entre otras, la mercantilización de la sexualidad, el cuerpo y la vida de las mujeres. Y, si bien es cierto que existen diferentes manifestaciones de la doble moral sexual, hay una que destaca sobremanera: la de la prostitución.

En el marco de este artículo, inscrito en la tradición abolicionista de la teoría y movimiento feministas, y recogiendo la advertencia de Amorós (2008) cuando señalara que “conceptualizar es politizar”, se entiende que la prostitución debe ser estudiada no como el simple intercambio de sexo por precio, sino como la institución masculina patriarcal (Sau, 2000: 249) por la que los varones se aseguran el acceso sexual al cuerpo de las mujeres (Pateman, 2019: 356). Ello es así porque la primera definición, del todo aséptica y neutra a las condiciones que la rodean, esconde varias de sus características más importantes, entre ellas, que quienes pagan por prostitución son hombres y que las personas prostituidas son en su mayoría mujeres[1]. El sexo de la prostitución (masculino-prostituidor, femenino-prostituida), por tanto, no puede ni debe ser estudiado como un hecho meramente contingente.

Pero, además de como fenómeno claramente sexuado, la prostitución debe ser analizada también como industria. Como una mega-multi-millonaria industria, de hecho; una de las más importantes y lucrativas a nivel mundial (Cobo, 2019; Jeffreys, 2011). Y si tan poderosa y sólidamente ha prosperado, ha sido no sólo por los millones de hombres que la sostienen, sino también por sus vínculos con la economía ilegal y por la complicidad directa o indirecta de los Estados y las instituciones públicas (Jeffreys, 2011).

En el caso concreto de España, el Instituto Nacional de Estadística (2014) estima que la prostitución aporta, al menos, el 0,35% del Producto Interior Bruto (PIB), lo que se traduciría en una cifra cercana a los 4.210 millones de euros. Así, como señala Cobo (2019), que tan ampliamente ha estudiado la economía política de la prostitución, el crecimiento y la expansión de la industria prostitucional (o de la industria de la explotación sexual, si se tienen en cuenta el resto de sus patas, como la de la pornografía) sólo puede entenderse en el marco del capitalismo global.

El sistema prostitucional representa, por último, una importante fuente de violencia contra las mujeres. Sus más flagrantes manifestaciones se expresan tanto en términos simbólicos como materiales. La obtención de sus ingentes beneficios, de un lado, tiene lugar en la industria a través de la conversión de millones de mujeres y niñas –empobrecidas, vulnerables y, en muchos casos, migrantes (Médicos del Mundo, 2020)– en simples cuerpos o, siquiera, en trozos de cuerpos, en mercancías. Ello, no en vano, ejerce una importante influencia en la consideración de las mujeres en su conjunto como posibles objetos de compra sexual al servicio de la demanda masculina. También, de otro lado, deben tenerse en cuenta, en el plano físico-sexual, los altísimos niveles de violencia que soportan las mujeres prostituidas, incluyendo golpes, bofetadas, tirones de pelo y diversas formas de tortura (véase Médicos del Mundo, 2020); así como, por supuesto, las violaciones previo pago que propiamente implica la prostitución.

El relato de la prostitución, sin embargo, es bien distinto a lo anteriormente expuesto. Pese a todo, la tolerancia general para con esta institución es tal que ni social ni jurídicamente se presta atención a esta brutal forma de violencia contra las mujeres y las niñas. De este modo, los victimarios, fundamentalmente proxenetas y prostituidores, han sido y son repetida y sistemáticamente invisibilizados, en absoluto responsabilizados. Es por ello destacable y digna de mención la labor de diferentes investigadoras españolas que, en los últimos tiempos, han decidido reorientar el estudio de la prostitución en el sentido de alejar el foco de las mujeres y situarlo firmemente donde debe estar: sobre ellos (recientemente, entre otras, Ranea, 2023; Pérez y Gómez, 2022; Gómez y Verdugo, 2021; Gómez et al., 2015).

Este trabajo pretende contribuir a los dos extremos previamente referidos. Así, con el objetivo de estudiar la demanda de prostitución como parte de la socialización masculina, el eje vertebrador de este artículo –y, al tiempo, la convicción de la que parte– es la idea de que una sociedad que banaliza y tolera la existencia de la prostitución, permaneciendo impasible ante ella, es una sociedad que banaliza y tolera la violencia contra las mujeres. Frente a ello, la cuestión sobre la que se pretende incidir, partiendo de la función pedagógica del derecho, es la del valor y efecto socializador que podría llegar a cumplir la sanción a los prostituidores de mujeres en la desnaturalización de la violencia contra ellas.

En el análisis de estas cuestiones se ha empleado una metodología cualitativa e inductiva. Haciendo uso de la hermenéutica filosófica, jurídica y sociológico-jurídica, se ha recurrido a fuentes de carácter eminentemente cualitativo; en especial, provenientes de la teoría feminista y del derecho. Para ello, como paso previo a la articulación del análisis crítico, se ha desarrollado una fase documental dedicada a la recopilación y al estudio de los marcos teóricos y normativos, comparando, cuando ha sido posible, las fuentes primarias con otras fuentes de contraste; a saber, informes, estadísticas y artículos periodísticos y académicos.

 

 

2. Ideología naturalizadora de la prostitución y socialización masculina

 

 

Es sabido que la pervivencia de la prostitución, como institución y como industria, requiere de la existencia de unas condiciones materiales (Gimeno, 2012: 162). Unas condiciones que tienen que ver, en síntesis, con la pobreza estructural –hoy absolutamente feminizada[2]– y, colateralmente, con la precariedad laboral y las migraciones globales (véase, entre otros, Médicos del Mundo, 2020). Lo que interesa ahora destacar es el hecho de que, de manera paralela a dichas condiciones materiales, existen otras culturales e ideológicas que conforman todo un entramado completamente naturalizado en la práctica desde el que se ejercen funciones legitimadoras y se legitima de facto la prostitución.

Habida cuenta de lo anterior, y partiendo de su carácter cuasi universal, la prostitución ha sido y es defendida en la actualidad desde posiciones tanto conservadoras como liberales o supuestamente progresistas, sobre la base de la libertad individual (De Miguel, 2015). A esas posturas se suma hoy también la mentalidad posmoderna, que, partiendo de la banalización del sexo y de su vinculación al ocio, hace pasar el discurso patriarcal dominante por antihegemónico y transgresor; y defiende la prostitución en virtud de la supuesta función “empoderante” que cumple para las mujeres el hecho de expresar y ejercer su agencia al decidir formar parte de la industria (Pérez, 2020; Sánchez, 2019; Lamas, 2016).

Históricamente, como señalara Pateman (2019: 364), la legitimación de la prostitución se originaba en la “urgencia sexual natural” del varón. Hoy, sin embargo, la legitimación de la prostitución tiene que ver más, como se decía antes, con la teoría de la libre elección y del consentimiento, emergidas especialmente a partir de la revolución sexual de los sesenta (De Miguel, 2015). Sus principales argumentos, por tanto, vienen de la mano del neoliberalismo y de sus fuerzas auxiliares –algunos sectores de la izquierda o próximos a ella e, incluso, de un autodenominado feminismo (Carracedo, 2017)–, en lo que Barry ha dado en denominar la “ideología del consentimiento”.

Con la teoría de la libre elección ocurre, asimismo, que se llega a despolitizar la desigualdad estructural entre hombres y mujeres. El hecho de situar el consentimiento en el centro de la cuestión coloca la acción de prostituirse –de ser prostituida– exclusivamente dentro de la esfera de decisión de cada persona, dejando al margen la imbricación en la prostitución de los diferentes sistemas de poder y su efecto en las mujeres como clase (De Miguel, 2015). En última instancia, negando –o, cuando menos, obviando– tanto la jerarquía sexual como el funcionamiento de los patriarcados de consentimiento, estas teorías hacen también recaer en las mujeres, al menos indirectamente, la responsabilidad de su propia opresión.

En cualquier caso, independientemente del lugar o sector desde el que se legitima la institución de la prostitución, lo cierto es que el trasfondo sigue siendo el mismo: el deseo sexual masculino entendido y construido como una necesidad, que deviene en el supuesto derecho de los varones de acceder sexualmente a tantos cuerpos de mujeres como puedan y estén dispuestos a pagar. Por eso, según Cobo (2019: 25), el núcleo de esta ideología no es otro que “el núcleo de la ideología patriarcal”, es decir, la creencia de que “las mujeres son para otros y no para sí mismas”.

Toda esta ideología, en la que niños y niñas socializan desde su nacimiento, tiene especial impacto en la socialización masculina y en la construcción y reproducción de la masculinidad. Como dispone Szil (2018: 125): “El proceso de socialización de los hombres está construido sobre la certeza de que su sexo les otorga derecho a disponer de su entorno, del espacio y del tiempo de otros y, muy en primer lugar, otras. Este derecho se extiende también al cuerpo y a la sexualidad de las mujeres”.

En un contexto engendrado en la revolución sexual de los sesenta y regido desde entonces por una cada vez mayor hipersexualización social, la sexualidad constituye un asunto capital, un elemento organizador de la vida (Lamas, 2016) que cumple funciones socializadoras –es decir, que socializa– y a través del cual, al tiempo, se socializa. Así, con la sexualidad prostitucional-patriarcal como modelo, específicamente los varones crecen y se educan, según advierte Ranea (2021: 93), atravesados por valores que normalizan su acceso sexual al cuerpo de las mujeres como una posibilidad siempre abierta; en un escenario en el que las mujeres, incluso –o precisamente– aquellas que no les desean, se encuentran sexualmente disponibles para ellos.

 

 

3. No hay oferta sin demanda, ni prostitución sin puteros

 

 

Aunque escasos y obtenidos de pequeñas muestras y mediante diversas metodologías, existen en la actualidad algunos datos que pueden constituir, cuando menos, una aproximación a la compleja tarea de cuantificar el consumo de prostitución. Un reciente estudio llevado a cabo en la Comunidad Valenciana el pasado 2021 sitúa, a partir de entrevistas realizadas a 726 hombres adultos, en un 19,5% el porcentaje de varones que ha pagado por prostitución alguna vez en su vida (Generalitat Valenciana, 2021). Una cifra similar (20,3%) es la que resulta de otra estimación realizada por el equipo de Meneses et al. (2018) a partir de encuestas telefónicas a 1.048 hombres de 18 a 70 años residentes en España. En cuanto a la población joven, de acuerdo con el Instituto de la Juventud (2021: 338-339), casi un 11% de los varones de entre 15 y 29 años declara haber pagado por prostitución al menos una vez.

Datos más antiguos, aunque extraídos de muestras más voluminosas, en cambio, situaban la demanda de prostitución en un porcentaje más alto. De acuerdo con el Centro de Investigaciones Sociológicas (2009: 20), que tomó para la Encuesta Nacional de Salud Sexual una muestra compuesta por 4.631 varones mayores de 16 años, el porcentaje de hombres que afirmaron haber pagado por prostitución alguna vez en su vida en España era del 32%; y en él se incluía a aquellos que declararon haberlo hecho más de una vez (la mayoría, el 21,9%) y aquellos otros que lo habían hecho una sola vez (el 10,2%). La Oficina de Naciones Unidas para el Crimen Organizado y el Delito, por su parte, elevaba la cifra total a un 39% (UNODC).

Las variaciones en los datos –se reitera la utilización de diferentes metodologías y tamaños muestrales– ponen de manifiesto la necesidad de su actualización mediante la realización de un estudio cuantitativo oficial del consumo de prostitución en España. En cualquier caso, lo que debe ahora motivar la reflexión es el hecho de que, como muestran las investigaciones de Ranea (2023; 2019), el consumo de prostitución es una práctica socialmente aceptada entre los varones y asociada a la masculinidad.

Como se señalaba antes, lo que resulta también claro es que la prostitución puede y debe ser abordada, en definitiva, como una práctica masculina (pues si hay algo en lo que coinciden las fuentes de datos anteriormente expuestas, es en el bajísimo porcentaje de mujeres que han pagado por prostitución alguna vez en su vida). Y, pese a todo, como se adelantaba con anterioridad, los prostituidores de mujeres han permanecido casi siempre ocultos, entre la invisibilización y la impunidad, bajo un “manto de hipocresía y silencio” (De Miguel, 2015: 175).

La prostitución, con todo, constituye una forma de dominio especialmente –aunque no sólo– sexual, ejercido por la clase dominante (los hombres) sobre la dominada (las mujeres). Y, dado que precisamente el dominio sexual es el medio más importante por el que los hombres afirman su virilidad, como señalara Pateman (2019), puede concluirse que la prostitución se configura también como un espacio privilegiado en el que los varones expresan, demuestran y reconocen su masculinidad. Pues, cuando los cuerpos de las mujeres están a la venta como mercancías, la ley del derecho sexual masculino se reconoce y reafirma públicamente (Pateman, 2019: 381).

En relación con los perfiles de los hombres que pagan por prostitución femenina, por último, es importante añadir una precisión. Pese a la idea socialmente extendida en torno a esta cuestión, diferentes investigaciones en la materia (entre otras, Ranea, 2023; Ranea, 2019; Gómez et al., 2015; Bouamama, 2004) concluyen que no existe un único o concreto perfil sociodemográfico de consumidor de prostitución –de putero–; es decir, que cualquier hombre puede serlo. El de los prostituidores de mujeres, por tanto, se constituye como un grupo de lo más heterogéneo en lo que a sus distintas condiciones respecta.

Pese a no existir un perfil sociodemográfico de prostituidor, son múltiples los trabajos que establecen tipologías de prostituidores en función de diferentes factores o elementos característicos. Investigadoras como Gómez et al. (2015), en este sentido, distinguen en función de sus discursos entre el “cliente misógino”, “cliente consumidor”, “cliente amigo” y “cliente crítico”. Coincidiendo en parte con esa clasificación, Tiganus (2021), por otro lado, diferencia en función de sus actitudes al “putero majo”, “putero macho” y “putero misógino”. Finalmente, Meneses et al. (2018) establecen una tipología en base a las motivaciones que les llevan a pagar por prostitución; y así, distinguen entre funners (ociosos), thingers (cosificadores), couple seekers (en busca de pareja), riskers (buscadores de riesgo) y personalizers (motivados por la búsqueda de compañerismo y calidez).

Con todo, y al margen de las diferentes clasificaciones o tipologías, es importante resaltar que lo que parece compartir el conjunto de los prostituidores es “un contexto relacional común, una subcultura prostitucional” (Gómez et al., 2015: 89); esto es, una misma socialización (patriarcal) y unos mismos mandatos (los de la masculinidad).

 

 

4. Modelos teórico-legales en el abordaje de la prostitución

 

 

4.1. Alegalidad tolerante y permisiva

 

En 1949, un año después de la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, fundamentada en la dignidad humana como noción filosófica y jurídica, se aprobó la Convención para la represión de la trata de personas y de la explotación de la prostitución ajena, también conocido como Tratado de Lake Success. La importancia del mismo, que ha llegado a ser considerado por parte de la doctrina como la “culminación internacional del sistema abolicionista” (Lousada, 2017: 642), radica en su consideración de la prostitución y la trata de personas para fines de prostitución como incompatibles con la dignidad y el valor de la persona –y, por lo tanto, contrarias a los derechos humanos–.

Al margen de esta referencia, no existen normas, ni en el ámbito internacional ni en el comunitario, destinadas a combatir la prostitución en términos generales. Sí ha sido objeto de diversos textos normativos, en cambio, la prohibición de la explotación de la prostitución ajena: el ya mencionado Tratado de Lake Success o la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (más conocida por sus siglas en inglés, CEDAW) son algunos de los tratados que obligan a los Estados parte –entre ellos, España, adherida en 1962 y 1983, respectivamente– a suprimir, a través de las medidas necesarias, todas las formas de trata y explotación de la prostitución de mujeres. En cualquier caso, el ámbito comunitario se caracteriza en este sentido por la ausencia de medidas destinadas a prevenir y combatir la prostitución, lo que posibilita la coexistencia de muy diferentes marcos jurídicos dentro de la Unión Europea.

En el caso español, ese marco no es otro que el de la alegalidad. Con la promulgación del Código Penal de 1995, España se alejó tanto de su pasado abolicionista[3] como de los compromisos adoptados en virtud de la ratificación del Tratado de Lake Success, pues en él quedaron despenalizados muchos comportamientos asociados a la prostitución, tales como organizar la actividad ajena (rufianismo) o lucrarse con ella (proxenetismo) –excepto en el caso de la ejercida por menores o incapaces–. Ello ha posibilitado, de hecho, la intervención reglamentista de algunos poderes públicos, de modo que las reglamentaciones municipales relativas a la prostitución se han extendido en un elevado número de Ayuntamientos españoles con muy distintos contenidos (véase Lousada, 2017: 647-648).

Hasta 2003, por tanto, en España sólo se castigaba, a través de los artículos 187 y 188 del Código Penal, la prostitución de menores e incapaces y la prostitución forzada o la que se produce con el prevalimiento de una situación de superioridad sobre las mujeres prostituidas. Ese año, sin embargo, se introdujo en el artículo 188 una nueva redacción más ajustada a lo dispuesto en el Tratado de Lake Success; aunque no fue hasta 2010 que se tipificó la trata de seres humanos[4].

Más tarde, en 2015, se produjo una reforma del Código Penal por la que se modificó el tipo de la prostitución coactiva (artículo 187), en el sentido de introducirse la acción de lucrarse directamente con la explotación sexual de otra persona, al margen del consentimiento de esta última[5]. Grupos expertos en la materia (entre otros, Asociación de Mujeres Juristas Themis, 2015) advirtieron en su momento de que esta nueva redacción –actualmente vigente– del artículo dificulta la persecución del delito, en la medida en que las circunstancias cuya concurrencia exige “en todo caso” el tipo penal son de difícil aplicación[6].

Con todo ello, la situación actual de la prostitución en el Estado español puede calificarse, como se ha adelantado, de legal sin regulación o, dicho de otro modo, de alegal. Desde una óptica feminista, algunas autoras, como Nuño (2022: 137), se refieren a ella como la “política de la indiferencia”, pues permite sin impedimento alguno que los varones acudan a la prostitución, deja de lado a las mujeres prostituidas –que quedan en una situación de desprotección– y persigue sólo en ocasiones la actividad prostitucional que se produce en lugares públicos, bajo un prisma de defensa no de los derechos humanos, sino del orden público. Ha de tenerse en cuenta que esta situación de “inacción”, además, es la que ha posibilitado que España se convierta en un importante destino para el conocido como “turismo sexual” (Ibídem: 139).

 

4.2. El prohibicionismo y la defensa del “orden público”

 

Carente de cualquier enfoque de derechos humanos (Tiganus, 2021: 241), el prohibicionismo concibe la prostitución como un vicio moral (Lousada, 2017: 632) y dañino para el orden público. Entre unos y otros países cuyas legislaciones acogen este modelo existen notables diferencias, pues en algunos se penaliza únicamente la venta, quedando exonerada la compra de prostitución, mientras que en otros se castiga tanto la venta, como la compra y el proxenetismo.

Lo que todos ellos tienen en común, sin embargo, es el hecho de que, basados en la noción de respetabilidad sexual femenina, criminalizan a las mujeres en situación de prostitución, haciéndolas cargar con un fuerte estigma (Nuño, 2022: 130). Afganistán, Arabia Saudí, Filipinas, Japón o Rumanía son algunos de los países que se ajustan a este modelo. Lo que se consigue con su adopción en la práctica, lejos de lo que pueda pensarse, no es la erradicación de la prostitución, sino su reubicación en la clandestinidad; con los innumerables peligros que ello supone para las mujeres, totalmente expuestas a la violencia del sistema y a merced de proxenetas y prostituidores (Gimeno, 2012).

 

4.3. Despenalización: “una actividad como otra cualquiera”

 

La despenalización de la comercialización de la prostitución, nuevamente, se materializa en diversas tipologías legislativas. En algunos casos, la despenalización pasa por su legalización, esto es, por la consideración de la relación de prostitución como una relación laboral más –de ahí que parte de la doctrina hable de sistemas “laboralizadores” (Lousada, 2017: 639)–. En otros casos, en cambio, la despenalización de la prostitución se desarrolla mediante su reglamentación, considerando que se trata de una realidad contra la que no se puede luchar y que sólo se puede regular.

Sin embargo, y pese a las diferencias teóricas entre legalizar y reglamentar la prostitución, lo cierto es que los modelos proprostitución –calificados por algunas autoras como “prodesigualdad” (Carracedo, 2017)–, tienen en la práctica consecuencias parecidas (véase Nuño, 2022); entre ellas, la consideración del proxenetismo como una actividad económica más (es decir, la conversión de proxenetas en empresarios) y la inclusión de la compra de prostitución de mujeres dentro de las legítimas formas de ocio masculino.

Lo generalmente común a las diversas normativas despenalizadoras es la regulación de los espacios, horarios y requisitos específicos para la licencia de actividad (Nuño, 2022). El ejemplo paradigmático en este sentido, por cuanto que pionero, es el modelo legislativo holandés. En el año 2000, en Holanda se reguló la prostitución como una actividad laboral más al reconocer estatus laboral como “trabajadoras del sexo” a las mujeres prostituidas, legalizando y legitimando entonces el mercado prostitucional.

El objetivo de esta ley era triple: mejorar la situación de las mujeres en situación de prostitución (“trabajadoras sexuales”), posibilitándoles el ejercicio y la reclamación ante los tribunales de sus derechos “laborales” (Gimeno, 2012: 273); perseguir y combatir actividades criminales asociadas a la prostitución; y transparentar los escenarios en que se desarrollaba (Barahona, 2015: 39). Con ella se pretendía, al tiempo, lograr controlar el mercado a través de, entre otras, normas sanitarias y fiscales.

Sin embargo, unos años después de la adopción de esta legislación, un informe promovido por el Ministerio de Justicia holandés (Daalder, 2007) reveló unas conclusiones contrarias a la mencionada intención inicial: la situación de las mujeres en prostitución había empeorado, la mayoría de ellas no habían “regulado” su actividad y el crimen organizado controlaba la mayor parte de la industria, incluyendo el sector legal. Algo que vino a confirmar más tarde otro informe de la Fiscalía General holandesa (Korps Landelijke, 2008).

Después de Holanda, fueron Alemania y Nueva Zelanda los dos países que antes secundaron esta legislación. Dos años más tarde y con objetivos similares a los holandeses, Alemania otorgó el mismo reconocimiento legal y laboral a la prostitución que al resto de empleos, posibilitando el acceso de las “trabajadoras sexuales” a la seguridad social, en función de que su contrato lo fuera por cuenta propia o ajena (Barahona, 2015: 40). Las diversas evaluaciones al respecto, de nuevo, arrojaron resultados distintos a los intencionales (véase, entre otros, el Informe Honeyball del Parlamento Europeo, 2013); y pusieron de manifiesto las consecuencias “catastróficas” que supuso y supone la adopción de este modelo (Tiganus, 2021: 242). Entre ellas: expansión de la industria, generación del efecto llamada y descenso de las ganancias económicas de las mujeres prostituidas por la bajada del precio de las “tarifas” (Nuño, 2022: 134).

Algo parecido ocurrió con el modelo neozelandés, que, como señala Tiganus (2021: 252), sigue la misma dinámica que los anteriores. Aunque su objetivo a largo plazo era reducir la prostitución, lo cierto es que al optar por la vía de la regulación se generó el efecto contrario,  incrementando consecuentemente la trata con fines de explotación sexual en el país (Nuño, 2022). Por tanto, al margen de las formas legislativas concretas en que se organice este modelo, y aunque puedan examinarse muchos otros países, parece claro que allí donde se ha despenalizado y legalizado el intercambio “uso sexual-dinero” (Carracedo, 2017: 53) ha aumentado tanto la impunidad del crimen organizado como, por su naturalización como una mera actividad comercial y contractual, el consumo de prostitución y los niveles de violencia que sufren las mujeres dentro del sistema.

 

4.4. Abolicionismo normativo como horizonte ético-feminista

 

El fundamento del modelo abolicionista, por último, radica en la consideración de la prostitución como una específica y grave forma de violencia contra las mujeres. Con el objetivo doble de abolir o, cuando menos, impedir la consolidación del sistema prostitucional y de amparar a las mujeres y niñas, penaliza tanto el consumo de prostitución como la ganancia económica derivada de ella, que no es sino una forma de explotación. La oferta, sin embargo, está despenalizada, aunque, en el afán por garantizar el bienestar de las mujeres prostituidas, el modelo abolicionista prevé una serie de medidas y políticas públicas para que quienes lo deseen puedan abandonar el sistema.

Son varios los países que han aprobado leyes que reconocen la prostitución como un negocio de explotación sexual, aunque el modelo paradigmático es, en este caso, el sueco. En 1999 se adoptó en Suecia un marco abolicionista pionero en la materia, pues castiga tanto el proxenetismo –incluyendo la tercería locativa– como el consumo de prostitución. Años después de la tipificación de estas actividades, el gobierno sueco elaboró un informe concluyendo “que la industria se había reducido a la mitad, que el número de mujeres que optaban por itinerarios de salida se había incrementado progresivamente” y que “había tenido un efecto disuasorio en proxenetas y traficantes” (Nuño, 2022: 141).

Por su parte, en 2016 una reforma del Código Penal francés prohibió el proxenetismo en todas sus formas y comenzó a sancionar, asimismo, la demanda. Ideada sobre la convicción de que “nadie tiene el derecho a explotar la precariedad o la vulnerabilidad de otra persona, imponiéndole un acto sexual a cambio de dinero” (Théry y Legardinier, 2017), con esta reforma se introdujo el artículo 611-1 en el Código Penal francés para prohibir la compra de prostitución ajena, so pena de multa. Una multa cuya cuantía puede aumentar, entre otros, en caso de reincidencia y de concurrencia de una serie de circunstancias agravantes (como el ejercicio de violencia o abuso de autoridad). En los casos más graves, esto es, cuando la persona en situación de prostitución (o sexualmente explotada) sea especialmente vulnerable, la sanción puede llegar a implicar pena de cárcel (véase el artículo 20 de la ley, que introduce el ya mencionado artículo 611-1 del Código Penal y modifica el 225-12-1).

Además de esta medida, al adoptar un carácter integral, la ley francesa contempla itinerarios específicos para las personas prostituidas (mayormente mujeres), incluyendo un permiso de residencia temporal y acceso a programas de protección de testigos. Y, adicionalmente, garantiza la posibilidad de reparación del daño causado por proxenetas y tratantes, asumiendo el Estado francés la responsabilidad civil subsidiaria en el supuesto de que sean declarados insolventes (Théry y Legardinier, 2017).

 

 

5. Castigar la demanda de prostitución para avanzar hacia una socialización humana

 

 

Es claro que el derecho, pese a cumplir un importante papel en la prevención y respuesta ante determinadas acciones susceptibles de sanción, por sí solo, no cambia el mundo. Pero es igual de cierto que, en combinación con diferentes medidas y políticas públicas, puede ser un medio efectivo y útil para la transformación social. Y en la cuestión que nos ocupa lo es, de hecho, en varios sentidos; porque, como señalan algunas autoras al abordar precisamente este asunto, la ley también educa (Tiganus, 2021: 249), y las normas tienen importantes efectos pedagógicos en el conjunto de la sociedad.

Con la promulgación de una ley se traslada un mensaje al conjunto de la ciudadanía, pero también con su no-promulgación. Por eso, en materia de prostitución, tanto la adopción de marcos legislativos despenalizadores como la ausencia de normativa al respecto (esto es, el mantenimiento de una situación de alegalidad, como la española) transmiten a la sociedad el mensaje de que las mujeres, en cualquier caso, son trozos de los que, como varón, es normal disponer (De Miguel, 2015). Porque, como se señalaba con anterioridad, la prostitución tiene efectos socializadores para chicos y chicas (Cobo, 2019: 29).

A las niñas de hoy, especialmente a las más vulnerables, les socializa en la idea de que el día de mañana pueden recurrir a la prostitución como una opción más si así lo necesitan. Crecer normalizando el hecho de que el mercado prostitucional funciona y se expande sin dificultad, significa para los niños y adolescentes asimilar como parte de su socialización que con un simple billete en la cartera pueden tener, si así lo desean, acceso sexual a los cuerpos de las mujeres. En un contexto donde la prostitución es considerada una actividad más y donde las mujeres no son sino un reclamo turístico –como ocurre en algunas zonas de España–, crecer siendo varón significa incluir dentro de las posibilidades propias de acción y ocio la de mantener relaciones sexuales en las que el deseo femenino resulta insignificante.

Debe tenerse en cuenta en este punto que la socialización masculina se construye sobre estos valores independientemente de que los varones acudan o no a la prostitución. Es precisamente en este sentido que De Miguel (2014: 20) describe la prostitución como una escuela de desigualdad humana, pues los mensajes que subyacen tras su práctica “afecta[n] al imaginario de lo que es una mujer y lo que se puede esperar de ella, también a lo que se puede hacer con ella”. De manera que la prostitución genera un sentido de superioridad y dominio de los varones –y no sólo de los prostituidores– sobre las mujeres como clase.

La sanción a los prostituidores de mujeres cumple, por tanto, una función socializadora y pedagógica en dos sentidos. Uno, en la medida en que traslada al conjunto de la sociedad el mensaje de que, desde un punto de vista ético-político, acceder sexualmente al cuerpo de las mujeres a cambio de un precio no sólo no es tolerable, sino también reprobable. El modelo sueco anteriormente descrito da cuenta de ello: como señala Tiganus (2021), en Suecia, más de dos décadas después de la promulgación de la ley abolicionista, conocida como ley de paz o libertad de las mujeres (Kvinnofrid), “los chicos crecen con la idea de que es absolutamente impensable pagar por sexo” (Tiganus, 2021: 249). Y dos, en la medida en que sitúa al mismo nivel y otorga la misma entidad a la violencia que sufren las mujeres prostituidas que a la que se ejerce contra el resto de mujeres no prostituidas. Al respecto de esto último, como sostiene Ranea (2021: 93), el abolicionismo persigue acabar con esa “frontera simbólica” que hace que las conductas masculinas adquieran una diferente significación en función del espacio donde se lleven a cabo (esto es, dentro o fuera del sistema prostitucional).

Es preciso enfatizar esto último porque, fruto de una investigación en la que se entrevistó a 763 prostituidores de mujeres, la psicóloga Farley y su equipo han publicado recientemente un informe que releva que “muchos compradores de sexo creían que no era posible violar a una mujer prostituida” (Farley et al., 2022: 51). Identificando en ellos una más potente masculinidad hostil y falta de empatía respecto de los no “compradores”, subraya el informe, además, que “algunos hombres [mencionaron] que claramente se guiarían por una ley que prohibiera la compra de sexo […]. Otro hombre dijo: ‘Sólo hago lo que está permitido […]’” (Farley et al., 2022: 50). La sanción a los prostituidores de mujeres, por tanto, tiene un importante impacto material en las conductas masculinas respecto de la prostitución.

Los Estados democráticos y de Derecho, como el nuestro, deben establecer unas normas básicas para la convivencia social a través de las que se garantice la integridad física y moral de las personas, incluido su bienestar (Tiganus, 2021). El abolicionismo no es una política represiva ni punitivista; parte del reconocimiento de la prostitución como una forma de violencia contra las mujeres y, por ende, aboga por penalizar a los perpetradores de dicha violencia y sostenedores de la industria.

La propuesta abolicionista, con todo, trata de incluir entre las normas que como sociedad acordamos darnos unas específicas contra la trivialización, banalización y minimización de este tipo de violencia, con el objetivo de disuadir de su ejercicio y modificar su percepción social. No puede olvidarse que la limitación de las libertades (en este caso, más bien, falsas –y exclusivamente masculinas– libertades), cuando perjudican al conjunto de la sociedad, como de hecho ocurre con la institución de la prostitución, son consustanciales a este modelo de Estado.

Se decía algo más arriba que, por sí solo, el derecho no cambia el mundo. Al margen de la pena a los prostituidores de mujeres, el abolicionismo se edifica sobre diferentes patas, incluidas la educación social y la reparación a las víctimas. Recientes propuestas normativas abolicionistas hechas en nuestro país así lo demuestran. Una de ellas, promovida por el tejido asociativo feminista, es la Ley Orgánica Abolicionista del Sistema Prostitucional (LOASP). Entre su articulado se encuentran, entre otras, medidas educativas, sociales y sanitarias[7]. La sanción a los prostituidores de mujeres, por tanto, no es la única herramienta abolicionista de pedagogía y transformación social, pero sí un muy importante instrumento socializador al servicio de la igualdad entre los sexos.

 

 

6. Conclusiones

 

 

En este artículo se han explorado los diferentes argumentos y marcos teórico-legales en el debate actual sobre la prostitución de mujeres. Esta exploración ha arrojado luz sobre la correlación entre la propuesta abolicionista de la prostitución y la tradición teórica feminista, y de ella se desprende su consideración como un proyecto emancipador que pretende sentar las bases para alcanzar una socialización humana edificada sobre el ideal de la igualdad entre mujeres y hombres.

Como se ha visto, la prostitución se configura como una institución patriarcal que reproduce la jerarquía sexual y, al tiempo, como una lucrativa industria que subordina y explota a las mujeres y las niñas, presentándolas como simples mercancías y cuerpos a los que es posible acceder sexualmente previo pago. En esta medida, la prostitución constituye una violación de los derechos humanos incompatible con la igualdad.

Tras ella, además de existir una serie de condiciones materiales que posibilitan su práctica, subyace toda una ideología que de facto la legitima. Una ideología que, completamente naturalizada, tiene que ver tanto con la doble moral sexual que caracteriza y atraviesa a las sociedades patriarcales occidentales –plasmada, entre otras, en la idea de que el deseo sexual masculino es una necesidad natural que deviene en una suerte de derecho–, como con la asunción del carácter cuasi universal de la prostitución.

Habida cuenta del número aproximado de consumidores de prostitución que reflejan los datos analizados, superior en cualquier caso a lo deseable, parece evidente el hecho de que esta ideología ejerce una importante influencia en la socialización masculina. Como se ha apuntado, los niños crecen y se desarrollan en un entorno donde está completamente normalizado el acceso masculino a los cuerpos de las mujeres, que se encuentran sexualmente disponibles para ello(s), a cambio de un precio.

A lo largo del artículo, por otro lado, se ha prestado especial atención a su dimensión ideológica. Porque, según se piensa, la igualdad real precisa no sólo de unas condiciones materiales adecuadas, sino también de una narrativa –distinta de la que aún hoy pervive en nuestras sociedades– que la legitime. En ese sentido, las normas tienen, como se ha expuesto, importantes efectos socializadores, educativos y pedagógicos en el conjunto de la sociedad.

Frente a los demás modelos teórico-legales, que tras la exploración aquí descrita no parecen hacer sino profundizar en la desigualdad sexual, la propuesta abolicionista, basada en la firme defensa de los derechos de las mujeres, aboga por la desnaturalización de este entramado ideológico prostitucional-patriarcal y, en definitiva, de esta violencia. La herramienta que –al margen de otras, como la reparación a las víctimas– podría llegar a jugar un papel clave en este sentido, por su importante efecto socializador, es la de la penalización de la demanda; es decir, la sanción a los prostituidores de mujeres. Ello porque, de un lado, traslada al conjunto de la sociedad el mensaje de que las mujeres no son cuerpos de los que pueden y es normal disponer a cambio de un precio; y porque, de otro, equipara la consideración de la violencia contra las mujeres, tenga lugar tanto dentro como fuera de los espacios prostitucionales (en otras palabras, resultando indiferente el hecho de que se pague o no por ejercerla).

Recogiendo todo lo expuesto, no puede sino concluirse que la defensa de una sociedad igualitaria no consiste en asumir la propuesta prohibicionista de la prostitución, ni en regularla como una actividad más, ni tampoco en mirar hacia otro lado. La defensa de una sociedad igualitaria pasa por adoptar un marco normativo feminista-abolicionista. Porque una sociedad igualitaria es aquella en la que los chicos aprenden que sus deseos no están por encima de los derechos de las chicas, y en la que nacer varón no lleva implícita la posibilidad de disponer y acceder sexualmente a los cuerpos de las mujeres según se desee. Y en el empeño de alcanzar ese horizonte, la desnaturalización de esta forma de violencia a través del reproche jurídico y la sanción de su demanda, tal como propone el abolicionismo, tiene, en línea con el análisis desarrollado en este artículo, un indudable valor socializador.

 

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[1] Según el Informe de la ponencia sobre la prostitución en nuestro país (Cortes Generales, 2007), la práctica totalidad de la demanda (el 99,7%) está compuesta por varones, siendo en su mayoría mujeres las personas prostituidas. Porcentajes similares han sido reiterados en investigaciones como la de Ariño (2022) o informes como el de Médicos del Mundo (2020).

[2] No en vano, el 70% de las personas pobres en el mundo son mujeres (Noticias ONU, 14-09-2018).

[3] Durante la II República en España se produjeron importantes avances en el abordaje de la prostitución; avances que culminarían, en 1935, con la aprobación de un Decreto abolicionista. Al respecto, véase Rivas (2013).

[4] La tipificación se llevó a cabo mediante la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio, de modificación del Código Penal, a través de la introducción de un nuevo artículo 177 bis.

[5] El artículo quedó redactado de la manera siguiente: “1. El que, empleando violencia, intimidación o engaño, o abusando de una situación de superioridad o de necesidad o vulnerabilidad de la víctima, determine a una persona mayor de edad a ejercer o a mantenerse en la prostitución, será castigado con las penas de prisión de dos a cinco años y multa de doce a veinticuatro meses. Se impondrá la pena de prisión de dos a cuatro años y multa de doce a veinticuatro meses a quien se lucre explotando la prostitución de otra persona, aun con el consentimiento de la misma. En todo caso, se entenderá que hay explotación cuando concurra alguna de las siguientes circunstancias: a) Que la víctima se encuentre en una situación de vulnerabilidad personal o económica. b) Que se le impongan para su ejercicio condiciones gravosas, desproporcionadas o abusivas”. La cursiva es propia: con ella se pretende subrayar las modificaciones introducidas en la redacción del artículo por la vía de enmienda.

[6] Desde estos mismos grupos se criticó, asimismo, el hecho de que en aquella reforma no se reintrodujera la penalización de la tercería locativa.

[7] Las medidas sanitarias contempladas en los modelos abolicionistas no tienen que ver con las previstas por los modelos regulacionistas. Si bien las segundas están pensadas para prevenir infecciones de transmisión sexual (estableciendo controles a tal efecto), las primeras se encaminan, entre otras, a la detección precoz de la violencia sexual que supone la prostitución.