“Si no está penado, no es
grave”: el papel socializador
de la pena a los
prostituidores de mujeres
“No penalty, no relevance”: the socializing role of punishment for prostitution demanding men
Ana Diego Cobo |
Universidad Rey Juan
Carlos - España |
Recibido: 15-03-2024
Aceptado: 28-05-2024
Resumen
En el marco de la lucha por la erradicación de la violencia contra las
mujeres, la prostitución, como escuela y fuente de desigualdad, figura en la
agenda feminista como un asunto prioritario. Tras realizar una exploración de
la ideología naturalizadora que subyace tras la
institución de la prostitución y de los diferentes marcos teórico-legales en su
abordaje, el presente artículo tiene por objeto el estudio de su demanda como
parte de la socialización masculina. Y, en
especial, del papel socializador que, tal como se defiende desde el modelo
abolicionista -tradición feminista en la que se inscribe este trabajo-, podría
llegar a cumplir la pena a los prostituidores de mujeres.
Palabras clave:
prostitución, consumo, derecho, pena, socialización, abolicionismo.
Abstract
Within the fight
to eradicate violence against women, prostitution appears on the feminist
agenda as a priority issue,
being it, as it is, a school
and source of inequality. The purpose of this article –after
exploring the naturalizer ideology that underlies the institution of prostitution, as well as the different theoretical-legal
frameworks in its approach– is to study its demand
as part of male socialization. More specifically,
this article aims to highlight the socializing role of the penalty for
female prostitution consumers, as it is claimed by
the abolitionist model.
Keywords: prostitution, consume, law,
penalty, socialization, abolitionism.
Tanto en el pasado como en el presente, lo relativo al
sexo y las relaciones sexuales ha estado y está, en todas las sociedades,
sometido a una serie de normas fijadas por el poder y el saber de acuerdo con
el dispositivo de sexualidad (Foucault, 2019). Ocurre, sin embargo, que, tal
como ha puesto de manifiesto la teoría feminista, esas normas han sido siempre
y son aún hoy dobles; es decir, diferentes para hombres y mujeres (Puleo, 1995). Este hecho, como señala De Miguel (2021), es
el que ha configurado la fuerte y evidente doble verdad conocida como doble
moral sexual.
La doble moral sexual es un mecanismo al servicio de
la ideología patriarcal –o del dominio sexual, como dijera Millett
(2017)–, a través del cual se defiende que lo que es bueno para los hombres es
malo para las mujeres y al revés (De Miguel, 2021). Históricamente, su
materialización se ha reflejado en el hecho de que los hombres han gozado de
una mayor libertad sexual que las mujeres. Y hoy, que, lejos de desaparecer,
mantiene saludablemente su vigencia, la doble moral sexual se produce y
reproduce de manera más sutil –aunque no por ello menos relevante– de la mano
del neoliberalismo y a través de, entre otras, la mercantilización de la
sexualidad, el cuerpo y la vida de las mujeres. Y, si bien es cierto que
existen diferentes manifestaciones de la doble moral sexual, hay una que
destaca sobremanera: la de la prostitución.
En el marco de este artículo, inscrito en la tradición
abolicionista de la teoría y movimiento feministas, y recogiendo la advertencia
de Amorós (2008) cuando señalara que “conceptualizar es politizar”, se entiende
que la prostitución debe ser estudiada no como el simple intercambio de sexo
por precio, sino como la institución masculina patriarcal (Sau,
2000: 249) por la que los varones se aseguran el acceso sexual al cuerpo de las
mujeres (Pateman, 2019: 356). Ello es así porque la
primera definición, del todo aséptica y neutra a las condiciones que la rodean,
esconde varias de sus características más importantes, entre ellas, que quienes
pagan por prostitución son hombres y que las personas prostituidas son en su
mayoría mujeres[1]. El sexo de la prostitución
(masculino-prostituidor, femenino-prostituida), por
tanto, no puede ni debe ser estudiado como un hecho meramente contingente.
Pero, además de como fenómeno claramente sexuado, la prostitución
debe ser analizada también como industria. Como una mega-multi-millonaria
industria, de hecho; una de las más importantes y lucrativas a nivel mundial
(Cobo, 2019; Jeffreys, 2011). Y si tan poderosa y
sólidamente ha prosperado, ha sido no sólo por los millones de hombres que la
sostienen, sino también por sus vínculos con la economía ilegal y por la
complicidad directa o indirecta de los Estados y las instituciones públicas (Jeffreys, 2011).
En el caso concreto de España, el Instituto Nacional de
Estadística (2014) estima que la prostitución aporta, al menos, el 0,35% del
Producto Interior Bruto (PIB), lo que se traduciría en una cifra cercana a los
4.210 millones de euros. Así, como señala Cobo (2019), que tan ampliamente ha
estudiado la economía política de la prostitución, el crecimiento y la
expansión de la industria prostitucional (o de la industria de la explotación
sexual, si se tienen en cuenta el resto de sus patas, como la de la
pornografía) sólo puede entenderse en el marco del capitalismo global.
El sistema prostitucional representa, por último, una
importante fuente de violencia contra las mujeres. Sus más flagrantes
manifestaciones se expresan tanto en términos simbólicos como materiales. La
obtención de sus ingentes beneficios, de un lado, tiene lugar en la industria a
través de la conversión de millones de mujeres y niñas –empobrecidas,
vulnerables y, en muchos casos, migrantes (Médicos del Mundo, 2020)– en simples
cuerpos o, siquiera, en trozos de
cuerpos, en mercancías. Ello, no en vano, ejerce una importante influencia en
la consideración de las mujeres en su conjunto como posibles objetos de compra
sexual al servicio de la demanda masculina. También, de otro lado, deben
tenerse en cuenta, en el plano físico-sexual, los altísimos niveles de violencia
que soportan las mujeres prostituidas, incluyendo golpes, bofetadas, tirones de
pelo y diversas formas de tortura (véase Médicos del Mundo, 2020); así como,
por supuesto, las violaciones previo pago que propiamente implica la
prostitución.
El relato de
la prostitución, sin embargo, es bien distinto a lo anteriormente expuesto.
Pese a todo, la tolerancia general para con esta institución es tal que ni
social ni jurídicamente se presta atención a esta brutal forma de violencia
contra las mujeres y las niñas. De este modo, los victimarios, fundamentalmente
proxenetas y prostituidores, han sido y son repetida y sistemáticamente
invisibilizados, en absoluto responsabilizados. Es por ello destacable y digna
de mención la labor de diferentes investigadoras españolas que, en los últimos
tiempos, han decidido reorientar el estudio de la prostitución en el sentido de
alejar el foco de las mujeres y situarlo firmemente donde debe estar: sobre
ellos (recientemente, entre otras, Ranea, 2023; Pérez y Gómez, 2022; Gómez y
Verdugo, 2021; Gómez et al., 2015).
Este trabajo pretende contribuir a los dos extremos
previamente referidos. Así, con el objetivo de estudiar la demanda de
prostitución como parte de la socialización masculina, el eje vertebrador de
este artículo –y, al tiempo, la convicción de la que parte– es la idea de que
una sociedad que banaliza y tolera la existencia de la prostitución,
permaneciendo impasible ante ella, es una sociedad que banaliza y tolera la
violencia contra las mujeres. Frente a ello, la cuestión sobre la que se
pretende incidir, partiendo de la función pedagógica del derecho, es la del
valor y efecto socializador que podría llegar a cumplir la sanción a los
prostituidores de mujeres en la desnaturalización de la violencia contra ellas.
En el análisis de estas cuestiones se ha empleado una
metodología cualitativa e inductiva. Haciendo uso de la hermenéutica
filosófica, jurídica y sociológico-jurídica, se ha recurrido a fuentes de
carácter eminentemente cualitativo; en especial, provenientes de la teoría
feminista y del derecho. Para ello, como paso previo a la articulación del
análisis crítico, se ha desarrollado una fase documental dedicada a la
recopilación y al estudio de los marcos teóricos y normativos, comparando,
cuando ha sido posible, las fuentes primarias con otras fuentes de contraste; a
saber, informes, estadísticas y artículos periodísticos y académicos.
2. Ideología naturalizadora
de la prostitución y socialización masculina
Es sabido que la pervivencia de la prostitución, como
institución y como industria, requiere de la existencia de unas condiciones
materiales (Gimeno, 2012: 162). Unas condiciones que tienen que ver, en
síntesis, con la pobreza estructural –hoy absolutamente feminizada[2]– y, colateralmente, con la
precariedad laboral y las migraciones globales (véase, entre otros, Médicos del
Mundo, 2020). Lo que interesa ahora destacar es el hecho de que, de manera
paralela a dichas condiciones materiales, existen otras culturales e
ideológicas que conforman todo un entramado completamente naturalizado en la
práctica desde el que se ejercen funciones legitimadoras y se legitima de facto la prostitución.
Habida cuenta de lo anterior, y partiendo de su
carácter cuasi universal, la prostitución ha sido y es defendida en la actualidad
desde posiciones tanto conservadoras como liberales o supuestamente
progresistas, sobre la base de la libertad individual (De Miguel, 2015). A esas
posturas se suma hoy también la mentalidad posmoderna, que, partiendo de la
banalización del sexo y de su vinculación al ocio, hace pasar el discurso
patriarcal dominante por antihegemónico y transgresor; y defiende la
prostitución en virtud de la supuesta función “empoderante”
que cumple para las mujeres el hecho de expresar y ejercer su agencia al decidir
formar parte de la industria (Pérez, 2020; Sánchez, 2019; Lamas, 2016).
Históricamente, como señalara Pateman
(2019: 364), la legitimación de la prostitución se originaba en la “urgencia
sexual natural” del varón. Hoy, sin embargo, la legitimación de la prostitución
tiene que ver más, como se decía antes, con la teoría de la libre elección y
del consentimiento, emergidas especialmente a partir de la revolución sexual de
los sesenta (De Miguel, 2015). Sus principales argumentos, por tanto, vienen de
la mano del neoliberalismo y de sus fuerzas auxiliares –algunos sectores de la
izquierda o próximos a ella e, incluso, de un autodenominado feminismo (Carracedo, 2017)–, en lo que Barry ha dado en denominar la
“ideología del consentimiento”.
Con la teoría de la libre elección ocurre, asimismo,
que se llega a despolitizar la desigualdad estructural entre hombres y mujeres.
El hecho de situar el consentimiento en
el centro de la cuestión coloca la acción de prostituirse –de ser prostituida– exclusivamente dentro
de la esfera de decisión de cada persona, dejando al margen la imbricación en
la prostitución de los diferentes sistemas de poder y su efecto en las mujeres
como clase (De Miguel, 2015). En última instancia, negando –o, cuando menos,
obviando– tanto la jerarquía sexual como el funcionamiento de los patriarcados
de consentimiento, estas teorías hacen también recaer en las mujeres, al menos
indirectamente, la responsabilidad de su propia opresión.
En cualquier caso, independientemente del lugar o
sector desde el que se legitima la institución de la prostitución, lo cierto es
que el trasfondo sigue siendo el mismo: el deseo sexual masculino entendido y
construido como una necesidad, que deviene en el supuesto derecho de los
varones de acceder sexualmente a tantos cuerpos de mujeres como puedan y estén
dispuestos a pagar. Por eso, según Cobo (2019: 25), el núcleo de esta ideología
no es otro que “el núcleo de la ideología patriarcal”, es decir, la creencia de
que “las mujeres son para otros y no para sí mismas”.
Toda esta ideología, en la que niños y niñas
socializan desde su nacimiento, tiene especial impacto en la socialización
masculina y en la construcción y reproducción de la masculinidad. Como dispone Szil (2018: 125): “El proceso de socialización de los
hombres está construido sobre la certeza de que su sexo les otorga derecho a
disponer de su entorno, del espacio y del tiempo de otros y, muy en primer
lugar, otras. Este derecho se extiende también al cuerpo y a la sexualidad de
las mujeres”.
En un contexto engendrado en la revolución sexual de
los sesenta y regido desde entonces por una cada vez mayor hipersexualización
social, la sexualidad constituye un asunto capital, un elemento organizador de
la vida (Lamas, 2016) que cumple funciones socializadoras –es decir, que socializa– y a través del cual, al
tiempo, se socializa. Así, con la
sexualidad prostitucional-patriarcal como modelo, específicamente los varones
crecen y se educan, según advierte Ranea (2021: 93), atravesados por valores
que normalizan su acceso sexual al cuerpo de las mujeres como una posibilidad
siempre abierta; en un escenario en el que las mujeres, incluso –o
precisamente– aquellas que no les desean, se encuentran sexualmente disponibles
para ellos.
3. No hay oferta sin demanda, ni
prostitución sin puteros
Aunque escasos y obtenidos de pequeñas muestras y
mediante diversas metodologías, existen en la actualidad algunos datos que
pueden constituir, cuando menos, una aproximación a la compleja tarea de
cuantificar el consumo de prostitución. Un reciente estudio llevado a cabo en
la Comunidad Valenciana el pasado 2021 sitúa, a partir de entrevistas
realizadas a 726 hombres adultos, en un 19,5% el porcentaje de varones que ha
pagado por prostitución alguna vez en su vida (Generalitat Valenciana, 2021).
Una cifra similar (20,3%) es la que resulta de otra estimación realizada por el
equipo de Meneses et al. (2018) a
partir de encuestas telefónicas a 1.048 hombres de 18 a 70 años residentes en
España. En cuanto a la población joven, de acuerdo con el Instituto de la
Juventud (2021: 338-339), casi un 11% de los varones de entre 15 y 29 años
declara haber pagado por prostitución al menos una vez.
Datos más antiguos, aunque extraídos de muestras más
voluminosas, en cambio, situaban la demanda de prostitución en un porcentaje
más alto. De acuerdo con el Centro de Investigaciones Sociológicas (2009: 20),
que tomó para la Encuesta Nacional de Salud Sexual una muestra compuesta por
4.631 varones mayores de 16 años, el porcentaje de hombres que afirmaron haber
pagado por prostitución alguna vez en su vida en España era del 32%; y en él se
incluía a aquellos que declararon haberlo hecho más de una vez (la mayoría, el
21,9%) y aquellos otros que lo habían hecho una sola vez (el 10,2%). La Oficina
de Naciones Unidas para el Crimen Organizado y el Delito, por su parte, elevaba
la cifra total a un 39% (UNODC).
Las variaciones en los datos –se reitera la
utilización de diferentes metodologías y tamaños muestrales–
ponen de manifiesto la necesidad de su actualización mediante la realización de
un estudio cuantitativo oficial del consumo de prostitución en España. En
cualquier caso, lo que debe ahora motivar la reflexión es el hecho de que, como
muestran las investigaciones de Ranea (2023; 2019), el consumo de prostitución
es una práctica socialmente aceptada entre los varones y asociada a la
masculinidad.
Como se señalaba antes, lo que resulta también claro
es que la prostitución puede y debe ser abordada, en definitiva, como una
práctica masculina (pues si hay algo en lo que coinciden las fuentes de datos
anteriormente expuestas, es en el bajísimo porcentaje de mujeres que han pagado
por prostitución alguna vez en su vida). Y, pese a todo, como se adelantaba con
anterioridad, los prostituidores de mujeres han permanecido casi siempre
ocultos, entre la invisibilización y la impunidad, bajo un “manto de hipocresía
y silencio” (De Miguel, 2015: 175).
La prostitución, con todo, constituye una forma de
dominio especialmente –aunque no sólo–
sexual, ejercido por la clase dominante (los hombres) sobre la dominada (las
mujeres). Y, dado que precisamente el dominio sexual es el medio más importante
por el que los hombres afirman su virilidad, como señalara Pateman
(2019), puede concluirse que la prostitución se configura también como un
espacio privilegiado en el que los
varones expresan, demuestran y reconocen su masculinidad. Pues, cuando los
cuerpos de las mujeres están a la venta como mercancías, la ley del derecho
sexual masculino se reconoce y reafirma públicamente (Pateman,
2019: 381).
En relación con los perfiles de los hombres que pagan
por prostitución femenina, por último, es importante añadir una precisión. Pese
a la idea socialmente extendida en torno a esta cuestión, diferentes
investigaciones en la materia (entre otras, Ranea, 2023; Ranea, 2019; Gómez et al., 2015; Bouamama,
2004) concluyen que no existe un único o concreto perfil sociodemográfico de
consumidor de prostitución –de putero–;
es decir, que cualquier hombre puede
serlo. El de los prostituidores de mujeres, por tanto, se constituye como un
grupo de lo más heterogéneo en lo que a sus distintas condiciones respecta.
Pese a no existir un perfil sociodemográfico de prostituidor, son múltiples los trabajos que establecen
tipologías de prostituidores en función de diferentes factores o elementos
característicos. Investigadoras como Gómez et
al. (2015), en este sentido, distinguen en función de sus discursos entre
el “cliente misógino”, “cliente consumidor”, “cliente amigo” y “cliente
crítico”. Coincidiendo en parte con esa clasificación, Tiganus
(2021), por otro lado, diferencia en función de sus actitudes al “putero majo”,
“putero macho” y “putero misógino”. Finalmente, Meneses et al. (2018) establecen una tipología en base a las motivaciones
que les llevan a pagar por prostitución; y así,
distinguen entre funners
(ociosos), thingers
(cosificadores), couple seekers (en busca de pareja), riskers
(buscadores de riesgo) y personalizers
(motivados por la búsqueda de compañerismo y calidez).
Con todo, y al margen de las diferentes
clasificaciones o tipologías, es importante resaltar que lo que parece compartir
el conjunto de los prostituidores es “un contexto relacional común, una
subcultura prostitucional” (Gómez et al.,
2015: 89); esto es, una misma socialización (patriarcal) y unos mismos mandatos
(los de la masculinidad).
4. Modelos teórico-legales en el
abordaje de la prostitución
4.1. Alegalidad tolerante y permisiva
En 1949, un año después de la adopción de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, fundamentada en la dignidad
humana como noción filosófica y jurídica, se aprobó la Convención para la
represión de la trata de personas y de la explotación de la prostitución ajena,
también conocido como Tratado de Lake Success. La
importancia del mismo, que ha llegado a ser considerado por parte de la
doctrina como la “culminación internacional del sistema abolicionista” (Lousada, 2017: 642), radica en su consideración de la
prostitución y la trata de personas para fines de prostitución como
incompatibles con la dignidad y el valor de la persona –y, por lo tanto,
contrarias a los derechos humanos–.
Al margen de esta referencia, no existen normas, ni en
el ámbito internacional ni en el comunitario, destinadas a combatir la
prostitución en términos generales. Sí ha sido objeto de diversos textos
normativos, en cambio, la prohibición de la explotación de la prostitución
ajena: el ya mencionado Tratado de Lake Success o la
Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la
Mujer (más conocida por sus siglas en inglés, CEDAW) son algunos de los
tratados que obligan a los Estados parte –entre ellos, España, adherida en 1962
y 1983, respectivamente– a suprimir, a través de las medidas necesarias, todas
las formas de trata y explotación de la prostitución de mujeres. En cualquier
caso, el ámbito comunitario se caracteriza en este sentido por la ausencia de
medidas destinadas a prevenir y combatir la prostitución, lo que posibilita la
coexistencia de muy diferentes marcos jurídicos dentro de la Unión Europea.
En el caso español, ese marco no es otro que el de la
alegalidad. Con la promulgación del Código Penal de 1995, España se alejó tanto
de su pasado abolicionista[3] como de los compromisos
adoptados en virtud de la ratificación del Tratado de Lake Success,
pues en él quedaron despenalizados muchos comportamientos asociados a la
prostitución, tales como organizar la actividad ajena (rufianismo) o lucrarse
con ella (proxenetismo) –excepto en el caso de la ejercida por menores o
incapaces–. Ello ha posibilitado, de hecho, la intervención reglamentista de
algunos poderes públicos, de modo que las reglamentaciones municipales
relativas a la prostitución se han extendido en un elevado número de
Ayuntamientos españoles con muy distintos contenidos (véase Lousada,
2017: 647-648).
Hasta 2003, por tanto, en España sólo se castigaba, a
través de los artículos 187 y 188 del Código Penal, la prostitución de menores
e incapaces y la prostitución forzada o la que se produce con el prevalimiento de una situación de superioridad sobre las
mujeres prostituidas. Ese año, sin embargo, se introdujo en el artículo 188 una
nueva redacción más ajustada a lo dispuesto en el Tratado de Lake Success; aunque no fue hasta 2010 que se tipificó la trata
de seres humanos[4].
Más tarde, en 2015, se produjo una reforma del Código
Penal por la que se modificó el tipo de la prostitución coactiva (artículo
187), en el sentido de introducirse la acción de lucrarse directamente con la explotación sexual de otra persona, al margen
del consentimiento de esta última[5]. Grupos expertos en la
materia (entre otros, Asociación de Mujeres Juristas Themis, 2015) advirtieron
en su momento de que esta nueva redacción –actualmente vigente– del artículo
dificulta la persecución del delito, en la medida en que las circunstancias
cuya concurrencia exige “en todo caso” el tipo penal son de difícil aplicación[6].
Con todo ello, la situación actual de la prostitución
en el Estado español puede calificarse, como se ha adelantado, de legal sin
regulación o, dicho de otro modo, de alegal. Desde una óptica feminista,
algunas autoras, como Nuño (2022: 137), se refieren a ella como la “política de
la indiferencia”, pues permite sin impedimento alguno que los varones acudan a
la prostitución, deja de lado a las mujeres prostituidas –que quedan en una
situación de desprotección– y persigue sólo en ocasiones la actividad
prostitucional que se produce en lugares públicos, bajo un prisma de defensa no
de los derechos humanos, sino del orden público. Ha de tenerse en cuenta que
esta situación de “inacción”, además, es la que ha posibilitado que España se
convierta en un importante destino para el conocido como “turismo sexual” (Ibídem:
139).
4.2. El prohibicionismo y la defensa
del “orden público”
Carente de cualquier enfoque de derechos humanos (Tiganus, 2021: 241), el prohibicionismo concibe la
prostitución como un vicio moral (Lousada, 2017: 632)
y dañino para el orden público. Entre unos y otros países cuyas legislaciones
acogen este modelo existen notables diferencias, pues en algunos se penaliza
únicamente la venta, quedando exonerada la compra de prostitución, mientras que
en otros se castiga tanto la venta, como la compra y el proxenetismo.
Lo que todos ellos tienen en común, sin embargo, es el
hecho de que, basados en la noción de respetabilidad sexual femenina,
criminalizan a las mujeres en situación de prostitución, haciéndolas cargar con
un fuerte estigma (Nuño, 2022: 130). Afganistán, Arabia Saudí, Filipinas, Japón
o Rumanía son algunos de los países que se ajustan a este modelo. Lo que se
consigue con su adopción en la práctica, lejos de lo que pueda pensarse, no es
la erradicación de la prostitución, sino su reubicación en la clandestinidad;
con los innumerables peligros que ello supone para las mujeres, totalmente
expuestas a la violencia del sistema y a merced de proxenetas y prostituidores
(Gimeno, 2012).
4.3. Despenalización: “una actividad
como otra cualquiera”
La despenalización de la comercialización de la
prostitución, nuevamente, se materializa en diversas tipologías legislativas.
En algunos casos, la despenalización pasa por su legalización, esto es, por la
consideración de la relación de prostitución como una relación laboral más –de
ahí que parte de la doctrina hable de sistemas “laboralizadores”
(Lousada, 2017: 639)–. En otros casos, en cambio, la
despenalización de la prostitución se desarrolla mediante su reglamentación,
considerando que se trata de una realidad contra la que no se puede luchar y
que sólo se puede regular.
Sin embargo, y pese a las diferencias teóricas entre
legalizar y reglamentar la prostitución, lo cierto es que los modelos proprostitución –calificados por algunas autoras como “prodesigualdad” (Carracedo,
2017)–, tienen en la práctica consecuencias parecidas (véase Nuño, 2022); entre
ellas, la consideración del proxenetismo como una actividad económica más (es
decir, la conversión de proxenetas en empresarios) y la inclusión de la compra de
prostitución de mujeres dentro de las legítimas formas de ocio masculino.
Lo generalmente común a las diversas normativas
despenalizadoras es la regulación de los espacios, horarios y requisitos
específicos para la licencia de actividad (Nuño, 2022). El ejemplo
paradigmático en este sentido, por cuanto que pionero, es el modelo legislativo
holandés. En el año 2000, en Holanda se reguló la prostitución como una
actividad laboral más al reconocer estatus laboral como “trabajadoras del sexo”
a las mujeres prostituidas, legalizando y legitimando entonces el mercado
prostitucional.
El objetivo de esta ley era triple: mejorar la
situación de las mujeres en situación de prostitución (“trabajadoras
sexuales”), posibilitándoles el ejercicio y la reclamación ante los tribunales
de sus derechos “laborales” (Gimeno, 2012: 273); perseguir y combatir
actividades criminales asociadas a la prostitución; y transparentar los
escenarios en que se desarrollaba (Barahona, 2015: 39). Con ella se pretendía,
al tiempo, lograr controlar el mercado a través de, entre otras, normas
sanitarias y fiscales.
Sin embargo, unos años después de la adopción de esta
legislación, un informe promovido por el Ministerio de Justicia holandés (Daalder, 2007) reveló unas conclusiones contrarias a la
mencionada intención inicial: la situación de las mujeres en prostitución había
empeorado, la mayoría de ellas no habían “regulado” su actividad y el crimen
organizado controlaba la mayor parte de la industria, incluyendo el sector
legal. Algo que vino a confirmar más tarde otro informe de la Fiscalía General
holandesa (Korps Landelijke,
2008).
Después de Holanda, fueron Alemania y Nueva Zelanda
los dos países que antes secundaron esta legislación. Dos años más tarde y con
objetivos similares a los holandeses, Alemania otorgó el mismo reconocimiento
legal y laboral a la prostitución que al resto de empleos, posibilitando el
acceso de las “trabajadoras sexuales” a la seguridad social, en función de que
su contrato lo fuera por cuenta propia o ajena (Barahona, 2015: 40). Las
diversas evaluaciones al respecto, de nuevo, arrojaron resultados distintos a
los intencionales (véase, entre otros, el Informe Honeyball
del Parlamento Europeo, 2013); y pusieron de manifiesto las consecuencias
“catastróficas” que supuso y supone la adopción de este modelo (Tiganus, 2021: 242). Entre ellas: expansión de la
industria, generación del efecto llamada y descenso de las ganancias económicas
de las mujeres prostituidas por la bajada del precio de las “tarifas” (Nuño,
2022: 134).
Algo parecido ocurrió con el modelo neozelandés, que,
como señala Tiganus (2021: 252), sigue la misma
dinámica que los anteriores. Aunque su objetivo a largo plazo era reducir la
prostitución, lo cierto es que al optar por la vía de la regulación se generó
el efecto contrario, incrementando
consecuentemente la trata con fines de explotación sexual en el país (Nuño,
2022). Por tanto, al margen de las formas legislativas concretas en que se
organice este modelo, y aunque puedan examinarse muchos otros países, parece
claro que allí donde se ha despenalizado y legalizado el intercambio “uso
sexual-dinero” (Carracedo, 2017: 53) ha aumentado
tanto la impunidad del crimen organizado como, por su naturalización como una
mera actividad comercial y contractual, el consumo de prostitución y los
niveles de violencia que sufren las mujeres dentro del sistema.
4.4. Abolicionismo normativo como
horizonte ético-feminista
El fundamento del modelo abolicionista, por último,
radica en la consideración de la prostitución como una específica y grave forma
de violencia contra las mujeres. Con el objetivo doble de abolir o, cuando
menos, impedir la consolidación del sistema prostitucional y de amparar a las
mujeres y niñas, penaliza tanto el consumo de prostitución como la ganancia
económica derivada de ella, que no es sino una forma de explotación. La oferta,
sin embargo, está despenalizada, aunque, en el afán por garantizar el bienestar
de las mujeres prostituidas, el modelo abolicionista prevé una serie de medidas
y políticas públicas para que quienes lo deseen puedan abandonar el sistema.
Son varios los países que han aprobado leyes que
reconocen la prostitución como un negocio de explotación sexual, aunque el
modelo paradigmático es, en este caso, el sueco. En 1999 se adoptó en Suecia un
marco abolicionista pionero en la materia, pues castiga tanto el proxenetismo
–incluyendo la tercería locativa– como el consumo de prostitución. Años después
de la tipificación de estas actividades, el gobierno sueco elaboró un informe
concluyendo “que la industria se había reducido a la mitad, que el número de
mujeres que optaban por itinerarios de salida se había incrementado
progresivamente” y que “había tenido un efecto disuasorio en proxenetas y
traficantes” (Nuño, 2022: 141).
Por su parte, en 2016 una reforma del Código Penal
francés prohibió el proxenetismo en todas sus formas y comenzó a sancionar,
asimismo, la demanda. Ideada sobre la convicción de que “nadie tiene el derecho
a explotar la precariedad o la vulnerabilidad de otra persona, imponiéndole un
acto sexual a cambio de dinero” (Théry y Legardinier, 2017), con esta reforma se introdujo el
artículo 611-1 en el Código Penal francés para prohibir la compra de
prostitución ajena, so pena de multa. Una multa cuya cuantía puede aumentar,
entre otros, en caso de reincidencia y de concurrencia de una serie de
circunstancias agravantes (como el ejercicio de violencia o abuso de
autoridad). En los casos más graves, esto es, cuando la persona en situación de
prostitución (o sexualmente explotada) sea especialmente vulnerable, la sanción
puede llegar a implicar pena de cárcel (véase el artículo 20 de la ley, que
introduce el ya mencionado artículo 611-1 del Código Penal y modifica el
225-12-1).
Además de esta medida, al adoptar un carácter
integral, la ley francesa contempla itinerarios específicos para las personas
prostituidas (mayormente mujeres), incluyendo un permiso de residencia temporal
y acceso a programas de protección de testigos. Y, adicionalmente, garantiza la
posibilidad de reparación del daño causado por proxenetas y tratantes,
asumiendo el Estado francés la responsabilidad civil subsidiaria en el supuesto
de que sean declarados insolventes (Théry y Legardinier, 2017).
5. Castigar la demanda de
prostitución para avanzar hacia una socialización humana
Es claro que el derecho, pese a cumplir un importante
papel en la prevención y respuesta ante determinadas acciones susceptibles de
sanción, por sí solo, no cambia el mundo. Pero es igual de cierto que, en combinación
con diferentes medidas y políticas públicas, puede ser un medio efectivo y útil
para la transformación social. Y en la cuestión que nos ocupa lo es, de hecho,
en varios sentidos; porque, como señalan algunas autoras al abordar
precisamente este asunto, la ley también educa (Tiganus,
2021: 249), y las normas tienen importantes efectos pedagógicos en el conjunto
de la sociedad.
Con la promulgación de una ley se traslada un mensaje
al conjunto de la ciudadanía, pero también con su no-promulgación. Por eso, en
materia de prostitución, tanto la adopción de marcos legislativos
despenalizadores como la ausencia de normativa al respecto (esto es, el
mantenimiento de una situación de alegalidad, como la española) transmiten a la
sociedad el mensaje de que las mujeres, en cualquier caso, son trozos de los
que, como varón, es normal disponer (De Miguel, 2015). Porque, como se señalaba
con anterioridad, la prostitución tiene efectos socializadores para chicos y
chicas (Cobo, 2019: 29).
A las niñas de hoy, especialmente a las más
vulnerables, les socializa en la idea de que el día de mañana pueden recurrir a
la prostitución como una opción más si así lo necesitan. Crecer normalizando el
hecho de que el mercado prostitucional funciona y se expande sin dificultad,
significa para los niños y adolescentes asimilar como parte de su socialización
que con un simple billete en la cartera pueden tener, si así lo desean, acceso
sexual a los cuerpos de las mujeres. En un contexto donde la prostitución es
considerada una actividad más y donde las mujeres no son sino un reclamo
turístico –como ocurre en algunas zonas de España–, crecer siendo varón
significa incluir dentro de las posibilidades propias de acción y ocio la de
mantener relaciones sexuales en las que el deseo femenino resulta
insignificante.
Debe tenerse en cuenta en este punto que la
socialización masculina se construye sobre estos valores independientemente de que los varones acudan o no a la
prostitución. Es precisamente en este sentido que De Miguel (2014: 20) describe
la prostitución como una escuela de desigualdad humana, pues los mensajes que
subyacen tras su práctica “afecta[n] al imaginario de lo que es una mujer y lo
que se puede esperar de ella, también a lo que se puede hacer con ella”. De
manera que la prostitución genera un sentido de superioridad y dominio de los
varones –y no sólo de los prostituidores– sobre las mujeres como clase.
La sanción a los prostituidores de mujeres cumple, por
tanto, una función socializadora y pedagógica en dos sentidos. Uno, en la
medida en que traslada al conjunto de la sociedad el mensaje de que, desde un
punto de vista ético-político, acceder sexualmente al cuerpo de las mujeres a
cambio de un precio no sólo no es tolerable, sino también reprobable. El modelo
sueco anteriormente descrito da cuenta de ello: como señala Tiganus
(2021), en Suecia, más de dos décadas después de la promulgación de la ley
abolicionista, conocida como ley de paz o libertad de las mujeres (Kvinnofrid), “los
chicos crecen con la idea de que es absolutamente impensable pagar por sexo” (Tiganus, 2021: 249). Y dos, en la medida en que sitúa al
mismo nivel y otorga la misma entidad a la violencia que sufren las mujeres
prostituidas que a la que se ejerce contra el resto de mujeres no prostituidas.
Al respecto de esto último, como sostiene Ranea (2021: 93), el abolicionismo
persigue acabar con esa “frontera simbólica” que hace que las conductas
masculinas adquieran una diferente significación en función del espacio donde
se lleven a cabo (esto es, dentro o fuera del sistema prostitucional).
Es preciso enfatizar esto último porque, fruto de una
investigación en la que se entrevistó a 763 prostituidores de mujeres, la
psicóloga Farley y su equipo han publicado
recientemente un informe que releva que “muchos compradores de sexo creían que
no era posible violar a una mujer prostituida” (Farley
et al., 2022: 51). Identificando en
ellos una más potente masculinidad hostil y falta de empatía respecto de los no
“compradores”, subraya el informe, además, que “algunos hombres [mencionaron]
que claramente se guiarían por una ley que prohibiera la compra de sexo […].
Otro hombre dijo: ‘Sólo hago lo que está permitido […]’” (Farley
et al., 2022: 50). La sanción a los
prostituidores de mujeres, por tanto, tiene un importante impacto material en
las conductas masculinas respecto de la prostitución.
Los Estados democráticos y de
Derecho, como el nuestro, deben establecer unas normas básicas para la
convivencia social a través de las que se garantice la integridad física y moral
de las personas, incluido su bienestar (Tiganus,
2021). El abolicionismo no es una política represiva ni punitivista; parte del
reconocimiento de la prostitución como una forma de violencia contra las
mujeres y, por ende, aboga por penalizar a los perpetradores de dicha violencia
y sostenedores de la industria.
La propuesta abolicionista, con todo, trata de incluir
entre las normas que como sociedad acordamos darnos unas específicas contra la
trivialización, banalización y minimización de este tipo de violencia, con el
objetivo de disuadir de su ejercicio y modificar su percepción social. No puede
olvidarse que la limitación de las libertades (en este caso, más bien, falsas –y exclusivamente masculinas–
libertades), cuando perjudican al conjunto de la sociedad, como de hecho ocurre
con la institución de la prostitución, son consustanciales a este modelo de
Estado.
Se decía algo más arriba que, por sí solo, el derecho
no cambia el mundo. Al margen de la pena a los prostituidores de mujeres, el
abolicionismo se edifica sobre diferentes patas, incluidas la educación social
y la reparación a las víctimas. Recientes propuestas normativas abolicionistas
hechas en nuestro país así lo demuestran. Una de ellas, promovida por el tejido
asociativo feminista, es la Ley Orgánica Abolicionista del Sistema
Prostitucional (LOASP). Entre su articulado se encuentran, entre otras, medidas
educativas, sociales y sanitarias[7]. La sanción a los
prostituidores de mujeres, por tanto, no es la única herramienta abolicionista
de pedagogía y transformación social, pero sí un muy importante instrumento
socializador al servicio de la igualdad entre los sexos.
6. Conclusiones
En este artículo se han explorado los diferentes
argumentos y marcos teórico-legales en el debate actual sobre la prostitución
de mujeres. Esta exploración ha arrojado luz sobre la correlación entre la
propuesta abolicionista de la prostitución y la tradición teórica feminista, y
de ella se desprende su consideración como un proyecto emancipador que pretende
sentar las bases para alcanzar una socialización humana edificada sobre el
ideal de la igualdad entre mujeres y hombres.
Como se ha visto, la prostitución se configura como
una institución patriarcal que reproduce la jerarquía sexual y, al tiempo, como
una lucrativa industria que subordina y explota a las mujeres y las niñas,
presentándolas como simples mercancías y cuerpos a los que es posible acceder
sexualmente previo pago. En esta medida, la prostitución constituye una
violación de los derechos humanos incompatible con la igualdad.
Tras ella, además de existir una
serie de condiciones materiales que posibilitan su práctica, subyace toda una
ideología que de facto la legitima.
Una ideología que, completamente naturalizada, tiene que ver tanto con la doble
moral sexual que caracteriza y atraviesa a las sociedades patriarcales
occidentales –plasmada, entre otras, en la idea de que el deseo sexual
masculino es una necesidad natural que deviene en una suerte de derecho–, como
con la asunción del carácter cuasi universal de la prostitución.
Habida cuenta del número aproximado de consumidores de
prostitución que reflejan los datos analizados, superior en cualquier caso a lo
deseable, parece evidente el hecho de que esta ideología ejerce una importante influencia
en la socialización masculina. Como se ha apuntado, los niños crecen y se
desarrollan en un entorno donde está completamente normalizado el acceso
masculino a los cuerpos de las mujeres, que se encuentran sexualmente
disponibles para ello(s), a cambio de un precio.
A lo largo del artículo, por otro lado, se ha prestado
especial atención a su dimensión ideológica. Porque, según se piensa, la
igualdad real precisa no sólo de unas condiciones materiales adecuadas, sino
también de una narrativa –distinta de la que aún hoy pervive en nuestras
sociedades– que la legitime. En ese sentido, las normas tienen, como se ha
expuesto, importantes efectos socializadores, educativos y pedagógicos en el
conjunto de la sociedad.
Frente a los demás modelos teórico-legales, que tras
la exploración aquí descrita no parecen hacer sino profundizar en la
desigualdad sexual, la propuesta abolicionista, basada en la firme defensa de
los derechos de las mujeres, aboga por la desnaturalización de este entramado
ideológico prostitucional-patriarcal y, en definitiva, de esta violencia. La
herramienta que –al margen de otras, como la reparación a las víctimas– podría
llegar a jugar un papel clave en este sentido, por su importante efecto
socializador, es la de la penalización de la demanda; es decir, la sanción a
los prostituidores de mujeres. Ello porque, de un lado, traslada al conjunto de
la sociedad el mensaje de que las mujeres no son cuerpos de los que pueden y es
normal disponer a cambio de un precio; y porque, de otro, equipara la
consideración de la violencia contra las mujeres, tenga lugar tanto dentro como
fuera de los espacios prostitucionales (en otras
palabras, resultando indiferente el hecho de que se pague o no por ejercerla).
Recogiendo todo lo expuesto, no
puede sino concluirse que la defensa de una sociedad igualitaria no consiste en
asumir la propuesta prohibicionista de la prostitución, ni en regularla como
una actividad más, ni tampoco en mirar hacia otro lado. La defensa de una
sociedad igualitaria pasa por adoptar un marco normativo
feminista-abolicionista. Porque una sociedad igualitaria es aquella en la que
los chicos aprenden que sus deseos no están por encima de los derechos de las
chicas, y en la que nacer varón no lleva implícita la posibilidad de disponer y
acceder sexualmente a los cuerpos de las mujeres según se desee. Y en el empeño
de alcanzar ese horizonte, la desnaturalización de esta forma de violencia a
través del reproche jurídico y la sanción de su demanda, tal como propone el
abolicionismo, tiene, en línea con el análisis desarrollado en este artículo,
un indudable valor socializador.
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[1] Según el Informe de la ponencia sobre la prostitución
en nuestro país (Cortes Generales, 2007), la práctica totalidad de la demanda
(el 99,7%) está compuesta por varones, siendo en su mayoría mujeres las
personas prostituidas. Porcentajes similares han sido reiterados en
investigaciones como la de Ariño (2022) o informes
como el de Médicos del Mundo (2020).
[2] No en vano, el 70% de las personas pobres en el mundo
son mujeres (Noticias ONU, 14-09-2018).
[3] Durante la II República en España se produjeron
importantes avances en el abordaje de la prostitución; avances que culminarían,
en 1935, con la aprobación de un Decreto abolicionista. Al respecto, véase
Rivas (2013).
[4] La tipificación se llevó a cabo mediante la Ley
Orgánica 5/2010, de 22 de junio, de modificación del Código Penal, a través de
la introducción de un nuevo artículo 177 bis.
[5] El artículo quedó redactado de la manera siguiente:
“1. El que, empleando violencia, intimidación o engaño, o abusando de una
situación de superioridad o de necesidad o vulnerabilidad de la víctima,
determine a una persona mayor de edad a ejercer o a mantenerse en la
prostitución, será castigado con las penas de prisión de dos a cinco años y
multa de doce a veinticuatro meses. Se impondrá la pena de prisión de dos a
cuatro años y multa de doce a veinticuatro meses a quien se lucre explotando la prostitución de otra persona,
aun con el consentimiento de la misma. En
todo caso, se entenderá que hay explotación cuando concurra alguna de las
siguientes circunstancias: a) Que la víctima se encuentre en una situación de
vulnerabilidad personal o económica. b) Que se le impongan para su ejercicio
condiciones gravosas, desproporcionadas o abusivas”. La cursiva es propia:
con ella se pretende subrayar las modificaciones introducidas en la redacción
del artículo por la vía de enmienda.
[6] Desde estos mismos grupos se criticó, asimismo, el
hecho de que en aquella reforma no se reintrodujera la penalización de la
tercería locativa.
[7] Las medidas sanitarias contempladas en los modelos
abolicionistas no tienen que ver con las previstas por los modelos regulacionistas. Si bien las segundas están pensadas para
prevenir infecciones de transmisión sexual (estableciendo controles a tal
efecto), las primeras se encaminan, entre otras, a la detección precoz de la
violencia sexual que supone la prostitución.